LOÏE. 14

Un accidente puede ocurrir

11 de April de 2024
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Daño involuntario, dirigida por Fabián Gandini. Interpretes: Malena Rios Itoiz, Magui Downes, Roberta Blazquez Caló, Alpe Romero, Laura Monge. Artista visual: Germán Caporale. Músico: Sebastián Villalba. Asistentes de dirección: Jazmín Titiunik, Dalilah Spritz. Sonido: Nicolas Della Valentina. Bienal de Performance 2024. Tte. Gral. Juan Domingo Perón y Reconquista, CABA. Función 03/03/24. 

El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte. El arte vivo es contemplación y comunicación directa. Quiere terminar con la premeditación que significa galería y muestra. Debemos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad. Movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares y situaciones. 
ARTE VIVO, movimiento DITO. Alberto Greco, 24 de julio de 1962- hora 11,30.

 

Estimadxs lectores, a riesgo de que se sientan estafadxs, les anticipo que en breve voy a hablar del trabajo de Fabián Gandini en el marco de la Bienal de Performance, pero antes quisiera permitirme dedicarle unas palabras a Alberto Greco, el tiempo les hará entender el porqué de esta decisión. 

En su página web, que recomiendo visitar (albertogreco.com), Greco es señalado como un artista inclasificable: “Pasó, entró y salió de todas las manifestaciones artísticas que se cruzaron en su camino. Estudió actuación, fue un poeta y un escritor contemporáneo, un pintor, un maravilloso dibujante… La única clasificación que Greco quería romper era la de Arte”. Podemos suponer que, en la búsqueda de este objetivo, a comienzos de los sesenta escribió en Génova el primer Manifiesto Dito dell´Arte Vivo (dito en italiano significa dedo), que fue publicado en italiano, impreso como afiches de propaganda y pegado por las calles de la ciudad (pudieron leerlo aquí mismo, en el epígrafe que abre este escrito). El arte del vivo-dito es una acción en la que, a través de firmar, señalar (gesto insigne de la tarea curatorial) o incluso encerrar con un círculo de tiza objetos, personas o situaciones de la vida cotidiana, éstas se convierten en obras de arte -tan efímeras como espontáneas-. Así. Sin más. Con este simple pero poderoso gesto, Greco propone tomar aquello que nos rodea como una experiencia artística que renueva nuestro vínculo con el mundo, cuyo sentido, lejos de ser estable o cerrado, se presenta más bien móvil y cambiante. 

El microcentro porteño, sobre todo los fines de semana (y ni hablar después de la pandemia), se caracteriza por ser un poco… fantasma (sabrán disculpar lo poco académico del término, pero reconocerán su claridad si es que han transitado por allí y están actualizadxs con la jerga lugareña). La cita para la performance de Gandini era en la esquina de Perón y Reconquista… ningún espacio concreto, ninguna dirección específica, solo esa esquina, casi como en una cita a ciegas. Al llegar, ya había algunas personas esperando, y nos miramos con la certeza de saber que íbamos a compartir un mismo ritual, amparados por el banner de la Bienal que nos aseguraba que estábamos en la zona correcta y que en algún momento algo iría a pasar, aunque no sabíamos bien qué.

El tiempo de espera hace que mi mirada se ponga un tanto más aguda y empiece a observar mayores detalles, casi como capas de profundidad que a una primera vista pasan desapercibidas: personas que llegan, características de los edificios que no había notado, algún que otro auto que pasa, la duda sobre si el tránsito no cortado implicaba que la acción no sucedería ahí, la duda sobre si la posición en la que estoy sería la más óptima, un ¿espectador? más que llega, una chica que pasa y deja una naranja en la calle, otro espectador que llega pero hablando por teléfono, una colega que hace años que no veía y no me reconoce, otra vez la chica de la naranja que pasa con otra naranja y, quisquillosamente, la deja en el asfalto (¡ojo!, no como quien va caminando por la calle y en lugar de esperar encontrar un tacho de basura, tira sus desechos sin mayor cuidado o apego, sino como quien deja un objeto preciado en un lugar particular por alguna razón en especial). 

Ya en Pieza para pequeño efecto (Gandini, 2009) veíamos a Fabián Gandini frente a su mesa de trabajo, manipulando objetos de pequeñas dimensiones, tomándose unos minutos para, dentro de la obra, finalizar una parte de la presentación. Teniendo esto como antecedente, me pregunto si estamos ya ante la obra o es solo “la previa”. Lxs intérpretes, devenidxs asistentes técnicos, van armando la escena artesanalmente, caprichosamente incluso, objeto a objeto, a lo largo y ancho de la calle Perón. Y así, las naranjas se convierten en una especie de constelación sobre el asfalto, y un poco me siento como quien se tira a observar estrellas en el cielo y a trazar haces de relación entre ellas (segunda parte de “hablando de gestos curatoriales”). Pero ahora no son solo naranjas, también hay pelotas de tenis, pedazos de yeso con dibujos e inscripciones, fragmentos de porcelana rota, objetos de todo tipo y personas que transitan entre ellos, que deambulan como buenos fantasmas del microcentro, buscando algo, buscando quizás el sentido a todo esto, buscando una obra que sin haberlo notado ya empezó y que con su aura nos incluye, nos involucra en un gesto muy grequiano: estamos dentro de la obra y ya somos presas y partes de ella.

Sin lugar a dudas esta obra es una invitación a la contemplación, propone una observación atenta y detenida de una realidad tranquila y placentera, la ausencia de espectacularidad y el tiempo que construye me generan un estado espiritual muy placentero. Dentro de ella me convierto en un flaneur suelto en el microcentro. Mi mirada sigue activa como al comienzo, pero la cantidad de objetos que aparecen ya excede la posibilidad (y quizás la necesidad) de listarlos. Dalilah, asistente de dirección pero también asistente técnica (como el resto de lxs intérpretes), desata su bicicleta y le saca la rueda, incorporando este elemento a la escena y dejando el resto del objeto, compositivamente, por otra parte. Mi bicicleta estaba junto a la suya, y pienso que, sin quererlo y a su manera, también está componiendo dentro de esta constelación. Llegadxs a este punto, ya no se qué es parte de la obra y qué no… Celia Argüello pasa caminando, con su porte tan característico, y me pregunto si es consciente de lo potencialmente compositivo de su andar. 

Quizás resulte oportuno invocar a Josette Féral y su “efecto de encuadramiento”, el cual pone en juego una mirada y un “espacio otro” que genera la modificación de las relaciones entre los sujetos: le otre deviene actor, ya sea porque manifiesta que está representando (abonando a la ausencia de espectacularidad, el estar de lxs intérpretes es sumamente despojado, sin ninguna pretensión de artificio, hecho que dota a la propuesta de un registro muy característico y específico) o porque la mirada del espectador le transforma en actor, quizá a pesar suyo, y le inscribe dentro de la teatralidad (exactamente como estoy haciendo yo). A esta altura, todo es confuso, un poco surrealista, excesivamente azaroso. De repente, pasa un bici peatón y me siento el personaje de The Truman show en su momento más paranoico preguntándose si acaso TODO esto que pasa no estará pautado. El hecho de que pase un auto por Reconquista y no pise absolutamente ninguno de los objetos abandonados en el asfalto no hace más que alimentar esa perplejidad. Pero, de repente, parece acontecer la crónica de una muerte anunciada… aparece un nuevo auto y una de las naranjas no sobrevive a su paso… ¿será este el daño involuntario que invoca el título? No podría asegurarlo. Lo que sí puedo decir es que ante tanta pulpa estallada empiezo a evocar la dulce voz de Rosario Blefari cantando “un accidente puede ocurrir, en el camino algo se cruzó” mientras me deleito con la nueva capa de sentido que aporta el siniestro ocurrido. 

Daniel Slafer

 

Tanto las naranjas desparramadas por doquier como los objetos incorporados a la escena dialogan con la basura propia de las calles del microcentro: vasos de café, bolsas plásticas, envoltorios de golosinas. Veo, entre todas estas cosas, un ejemplar de El paraíso de los solos, de Agustín Romero, que justamente también está aquí, devenida su figura en intérprete accidental (porque acá no se salva nadie, sea por el aura grequiana o por el encuadramiento de Féral, todxs terminamos cayendo en la volteada). Su presencia me genera algo particular, hace que todo empiece a encajar en una lógica de fractales, esos objetos geométricos que repiten el mismo patrón a diferentes escalas y con diferente orientación. De repente, un cuerpo se tira al piso y parece un cadáver (no tanto como el de la naranja atropellada, pero cerca). Por un momento, es un elemento más que replica la imagen presente en algunas de las placas de yeso (abonando este asunto de los fractales). Pasa también Fabián, haciendo sus aportes a la construcción de la escena, armando un montículo de tierra donde planta flores, dando también alguna que otra indicación, ¡pues claro!, si Fabián es el director, pero también deviene intérprete que deviene técnico. ¿O acaso será todo eso junto? ¿O será que pensar esa división de roles ya es algo demodé? También se escucha su voz, a partir de audios que suenan desde reproductores en cada una de las “escenas del crimen” que se van armando. Los audios reclaman una cercanía precisa para lograr apreciar su contenido que, entre otras cosas, tiene reflexiones sobre la propia obra, sobre su proceso, sobre las decisiones tomadas y sobre su relación con el contexto actual que aportan a la construcción de una espiral en la que la obra vuelve una y otra vez sobre sí misma (inserte otra vez el speech de los fractales). Así, nosotrxs seguimos deambulando dentro de la obra, contemplando cómo ese paisaje no cesa de transformarse.

En fin… ¿cómo cerrar todo esto? Por un lado soy yo refiriéndome a este texto que se abre en un híbrido entre rizoma y caja de pandora, permitiéndome desplegar un universo crítico completamente extraño y novedoso. Pero también, la pregunta sobre el final está explícita en la obra, en las palabras de Fabián que presentan los audios. 

Quizás nos ordene un poco volver al punto de partida, invocar una vez más a Greco, pero, esta vez, su segundo manifiesto, el de 1963 (al primero ya le dimos mucha rosca). Allí, profundiza sus ideas sobre el rol del artista, la obra de arte y la sacralización del mundo del arte: “De esta manera se explica porqué, en los últimos años, el arte plástico recurrió de una manera consciente a jerarquizar el azar (…) Una obra tiene sentido mientras se la hace como aventura total, sin saber lo que va a suceder. Una vez concluida, ya no importa, se ha convertido en un cadáver.” 

Como dije en un comienzo, llegué sin saber que iba a suceder y sin lugar a dudas fue una aventura. También sin lugar a dudas hubo cadáveres, pero no te preocupes Rosario, no creo que “nadie haya salido lastimado demasiado”.

Daniel Slafer

 

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*Foto portada: Daniel Slafer.

 

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Mauro Cacciatore

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