No me acuerdo cuándo vi por primera vez una clase de danza clásica en vivo, más allá de las que se podían ver en la televisión o el cine de vez en cuando, pero debe haber sido en el año 1975, aproximadamente. Tenía una novia bailarina y la iba a esperar a la salida de sus cursos, primero en la puerta, luego en la recepción del estudio y alguna vez su maestra, sensible a mi impaciencia adolescente que no ocultaba, me hizo pasar al salón con la imperiosa recomendación de permanecer quieto y en silencio. Pocos años después, otra de las profesoras de mi novia me sugirió que aprendiera el oficio de pianista acompañante, que todavía ejerzo.
La primera enseñanza de Nenúfar Fleitas, la maestra, fue que los movimientos de la danza clásica se cuentan en series de ocho tiempos, generalmente en múltiplos de dos: dos ochos, cuatro ochos, ocho ochos. No era rara una leve variación: a veces duraban seis ochos. Mas de tanto en tanto, ocurría otro fenómeno, a la suma de ochos se le agregaba un ocho extra, que a veces ella llamaba “coda”; o sea, cuatro ochos (u ocho o seis, raramente dos) y un ocho. En general, los pasos se ejecutaban una vez del lado derecho y otra del izquierdo, y ese ocho “extra” servía para cambiar de lado y realizar los dos lados sin solución de continuidad y, luego del segundo lado, para volver a la posición inicial.
Al poco tiempo, empecé a trabajar en el Taller de Danzas del Teatro San Martín, recomendado a Ana María Stekelman por Norma Binaghi. Allí tuve que acompañar clases muy distintas, las de Cristina Barnils y Renate Schottelius. El reino de los ochos había encontrado su límite. En las clases de técnica Graham, las de Cristina, eran comunes cuentas como las siguientes: cuatro cuatros, un tres; cuatro cuatros, un tres; cuatro tres, un tres; cuatro tres, un tres; cuatro dos, un tres; cuatro dos, un tres; un cuatro, un tres; un cuatro, un tres; dos seis y un tres. En las de Renate había irregularidades extremas: cinco, siete, uno, por ejemplo. Y algo que me sorprendió mucho la primera vez que lo hizo: cada tanto marcaba un paso sin contar, hacía una onomatopeya acompañando el movimiento, o a veces sólo un gesto con el brazo, por ejemplo, “du-du-du-fiiiiii… pá-pa paaaaa shiiiiiií”. Y decía: a ver, ¡báilenlo!
Con el tiempo me di cuenta de que los alumnos se podían clasificar en dos clases: los que iban con la cuenta y los que no. Y era muy difícil que uno que no iba con la cuenta pasara a integrar las filas de los que iban con la cuenta. En algunas instituciones llamadas “de excelencia”, como el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón o el Taller de Danzas del Teatro San Martín, los que no iban con la cuenta eran expulsados o no ingresaban, de manera que los profesores podían decir con orgullo que sus alumnos tenían buen ritmo. Pero en los estudios particulares, donde muy pocos se podían dar el lujo de prescindir de las cuotas de los inscriptos, o en las escuelas vocacionales y la universidad, regidas por la política de inclusión propia de la educación pública argentina, además del más elemental humanismo, la expulsión de los alumnos no era ni deseable ni posible. Al contrario, lo que hacía falta era desarrollar herramientas pedagógicas, artísticas, técnicas y metodológicas para permitir cruzar el límite maldito.
Todo esto que estoy contando no era nada gracioso para los estudiantes. Al contrario, la frustración de no ir con la cuenta, de desentonar en un conjunto que se movía al unísono, de no llegar a ejecutar un movimiento en el momento correcto era dolorosísima y llenaba de angustia a los esforzados alumnos. Porque no era por falta de atención, ni de esfuerzo, ni de concentración, ni de falta de conciencia de la importancia del asunto, no: había una barrera invisible que, por más trabajo que el bailarín dedicara a cruzar, era infranqueable. En contadas ocasiones, algún ¿afortunado? superaba el obstáculo mediante algún oculto “efecto túnel” cuyo secreto ni él mismo conocía. Esta situación sostenía la teoría del “don natural”, del “diamante en bruto” que el maestro pule, como se dice que Miguel Ángel descubría las sublimes formas de sus obras, preexistentes en el bloque amorfo. Quien tenía el don era capaz de revelarlo y brillar, pero quien no lo tenía estaba condenado a la perenne frustración y a la impotencia.
A mediados de la primera década de este siglo, el Instituto Superior del Profesorado “María Ruanova” ya se había integrado al entonces Instituto Universitario Nacional del Arte, o sea, nos habíamos transformado en una universidad y, por lo tanto, éramos profesores universitarios. O casi. Porque un profesor universitario no se hace solamente porque la institución cambie de nombre y el docente gane un concurso, ni tampoco una universidad. Conscientes de esto, las autoridades impulsaron la investigación, actividad que nunca habíamos desarrollado como parte de nuestra tarea docente. Y así fue que, con dos colegas, Claudia Barretta y Leticia Miramontes, dirigidos por la gran Perla Zayas de Lima, nos internamos por los vaivenes de la investigación universitaria institucionalizada.
Lo que queríamos investigar era si había algo que estábamos haciendo los docentes, tanto los maestros de danza como los músicos acompañantes, que pudiera ser un obstáculo para el adiestramiento rítmico. Leímos, en primer lugar, a Dalcroze, a Laban, a Humphrey, entre otros; luego, a Leonard Meyer, Daniele Barbieri, Octavio Paz, Susanne Langer, Henry Meschonnic, Emile Benveniste, Patrice Pavis, François Delsarte, Paul Hindemith, Vasily Kandinsky, Paul Fraisse, Antonio Pamies, Pascal Michon… y varios más. No toooodo, claro, lo cual nos hubiera llevado media vida (pensar que sólo a Laban se le han dedicado vidas enteras). También hicimos un cuestionario para los colegas, al cual algunos respondieron gustosamente, como Jorgelina Martínez D’Ors, Eduardo Segal, Oscar Araiz, Diana Piazza, entre otros.
Algunos problemas saltaron a la vista inmediatamente. Por ejemplo, que el vocabulario que se usa en las clases para hablar sobre el ritmo es muy confuso, los alumnos van de clase en clase y los maestros les hablan con las mismas palabras, pero los significados son distintos. Tiempo, compás, acento adentro, acento afuera, mitad de tiempo, etc., son cosas distintas de acuerdo con el docente del cual se trate. Otra dificultad es que los términos están tomados de la música o la literatura, como “frase”, “anacruza”, “tresillo”, y trasplantados sin más a un contexto diferente. Además “ir a tiempo”, “hacer bien el ritmo”, entre otras expresiones comunes, muchas veces significan “estar en sincronía con la música” y no “ejecutar correctamente el ritmo de un movimiento”, que son dos cosas muy diferentes. De ahí la tan corriente expresión “poner en música” un paso cuando lo que se hace realmente es mostrar el ritmo que tiene, o decir “está fuera de música” cuando lo que sucede es que el ritmo del paso no está correctamente ejecutado. Su sincronía o no es una consecuencia.
Pero quizás la punta del hilo de este embrollo sea la cuenta, la omnipresencia de la cuenta, la supremacía de la cuenta, la invasión, la inundación de todo lo referente al ritmo por la idea de la cuenta. El músico acompañante subraya los tiempos, los acentos métricos, el maestro de danza cuenta por encima de la música, muchas veces a los gritos, mientras intercala correcciones técnicas y juicios de valor sobre el trabajo de los estudiantes, todo mientras éste trata de ejecutar pasos nada fáciles con el carácter y la expresividad que les corresponden. Si bien casi todos los músicos, coreógrafos y docentes están de acuerdo en que la cuenta no es todo el ritmo y ni siquiera lo más importante, muy pocas veces se habla de otra cosa cuando se trata de enseñarlo. Lo que siempre está en el discurso, tanto de los alumnos como de los docentes, es en qué tiempo va cada movimiento, si se pone el brazo a la segunda en el cinco, si en el “y” del ocho se juntan las piernas, si se hace plié en el contratiempo y así todo el tiempo. Pocas veces se habla de los acentos rítmicos, de su naturaleza, de partes acentuadas y no acentuadas, de cómo están encadenados en las pequeñas y las grandes estructuras, de cómo un movimiento se relaciona rítmicamente con otro, de cómo se agrupan y articulan los acentos y los no-acentos, de sus jerarquías y de cómo estas jerarquías construyen rupturas, continuidades, comienzos, finales, y de cómo todos estos acontecimientos son cruciales en la creación de sentido de una secuencia.
De esta manera, la experiencia rítmica queda exageradamente simplificada y esquemática y se omiten las características que la hacen rica, fascinante y vital. El alumno termina odiando el aprendizaje del ritmo y, por supuesto, no progresa. Es necesario dar un giro y partir de la idea de que el ritmo no es algo que está en la música y hay que seguir como si se obedeciera una orden, sino que es una acción de todos los que participan en el paso, el músico, el bailarín y el espectador. No es algo que “está”, es algo que “se hace”, se ejecuta, se realiza por todos los que intervienen. Si está en la música es porque, siguiendo nuestras tradiciones, bailamos con música, pero podría no estar: el ritmo del movimiento no la necesita. En su respuesta a nuestra entrevista, Araiz dice que “…el ritmo crea un lazo con el espectador, y este lazo es el único punto de contacto con una posible actitud ‘activa’ del espectador”. El subrayado de la palabra “activa” no es mío, es de Oscar. Pero muchas de las cosas que pasan en la clase de danza conspiran en contra de que esta actitud activa la asuman los alumnos, que son los que la tienen que producir en el espectador. Así no vamos a ningún lado.
Está claro que la cuenta, o sea, contar los tiempos que dura cada paso y establecer la métrica de un movimiento cuando éste la tiene, es imprescindible. Y también que es una forma sencilla y práctica de estudiar el ritmo, un recurso didáctico poderoso que no hay que abandonar, como pasa con el espejo que normalmente hay en los salones. Pero, así como a veces el abuso del espejo impide el desarrollo de la autonomía y la propia percepción del movimiento y, con eso, algo mucho más importante que la conciencia del diseño que su uso facilita, el abuso hasta el infinito de la cuenta impide abordar lo más vital, estimulante y creador de la experiencia rítmica y la limita a una perspectiva normativa que desnaturaliza su sentido. Tampoco es cierto que es la única dificultad que hay en el aprendizaje del ritmo en la danza, pero, si a sus formidables desafíos se le agrega el empobrecimiento de la vivencia rítmica mediante su reducción a la métrica, todo se hace más difícil. La clase de danza es una clase de arte, no de técnica.
En el siglo XIX, Jaques Dalcroze puso a sus alumnos de música a caminar para que dominaran el ritmo y fue una revolución. El ritmo de la danza se aprende en la clase de danza, el ritmo del movimiento se aprende en movimiento. Es necesario darle lugar a la totalidad de la experiencia rítmica en las clases para que los estudiantes se la puedan apropiar y romper el límite maldito de la frustración permanente.