LOÏE. 07

Memoria de lo inaudible

20 de noviembre de 2020
Disponible en:
Español
A Gabi Saenz, amiga y compañera de correrías sonoras.

 

 Así como esto no es una pipa, ni un libro ni muchas otras cosas, esto no es un homenaje, ya que mal podría homenajearme, aunque fuera en la pequeña parte que me toca. Sucede que hay cosas que parece que nunca pasaron porque no han quedado pruebas de ello. O casi. De allí mi intención de rescatar una experiencia vocal escénica de la que participé a fines de los años ochenta en esa Buenos Aires que seguía abriéndose gozosamente a las formas de la cultura democrática mientras lidiaba con la crisis económica, como todo el país.

Durante el breve período que fue de 1988 a 1990 integré el Grupo de Experimentación Vocal (GEV), conjunto de cámara que buscaba trabajar sobre las posibilidades de la voz, más allá del canto tradicional -lo que actualmente se denomina en ciertos ámbitos “técnicas extendidas”-. Inicialmente dependiente del Centro Cultural Recoleta, se transformó a los pocos meses en el Grupo de Experimentación Vocal de la Fundación San Telmo, cuya sede era una hermosísima casa colonial en Defensa 1344, donde ensayábamos.

El director del GEV, Daniel Di Pace, que dirigía a la sazón el Coro de Música Popular de dicha fundación, gestionó la mudanza, ante el nulo interés que despertábamos en las autoridades del Centro Cultural de la ciudad: no disponíamos de una sala para ensayar, por lo que lo que cada día era una negociación para ver dónde pararíamos (¿una sala cerrada al público entre piezas de arte?, ¿un depósito?). Generalmente terminábamos en los pasillos ante la mirada, entre atenta y desdeñosa, del público que paseaba. Por supuesto que eso también formaba parte del proyecto: generar una recepción que debiera acostumbrarse a nuevos códigos de percepción y escucha.

Sin embargo, el paso a la Fundación supuso un crecimiento sostenido del trabajo grupal, en un espacio que nos recibía cada semana con muestras de excelentes artistas que estimulaban nuestra fantasía. Entre muchas cosas fascinantes, recuerdo unos menhires de madera de Hernán Dompé, un recital de canciones hechas sobre textos de Joyce por la soprano Rosa Domínguez y al Maestro Gerardo Gandini al piano.

Si bien pasaron numerosos integrantes por el grupo, finalmente decantó en un octeto con dos cantantes por cuerda, más el director, que muchas veces se integraba a la puesta[1], ya que una de las precondiciones del trabajo era deconstruir la estructura asimétrica propia de los coros y las orquestas. Andábamos por los veintipico y los mayores no pasaban de treinta y cinco años. ¿Era nuestra edad, el clima de la primavera democrática, la audacia de quien nos dirigía? Probablemente un poco de cada cosa:  todo parecía posible y éramos felices cantando.

Una de las primeras obras de nuestro repertorio fue Tonal, oder atonal?, de Arnold Schoenberg, una verdadera declaración de principios musicales y un desafío a nuestras orejas, bastante tonales por cierto. Hay que aclarar que todos éramos simples cantantes vocacionales que luego de transitar por variados coros habíamos recalado en un trabajo en progreso que ya tenía forma en la mente del director y que poco a poco iríamos informando/deformando nosotros con nuestra posesión divina, en criollo:  entusiasmo.

Rápidamente fuimos incorporando otras piezas: El grito, del finés Rautaara, sobre poema de García Lorca, Así se empieza de Jorge Armesto sobre texto de Cortázar, Epini (Roque de Pedro-Girondo), Ondo, otro texto de Girondo musicalizado por Norberto Olaizola, Supermercado (Leo Masliah), Letany for the whale (John Cage), Wah Ohs (Meredith Monk), Vidú Vidá (Daniel Di Pace) y muchas otras que no recuerdo. Mientras unas eran ciertamente dramáticas, otras cultivaban una veta paródica que gustaba mucho al director. La sonoridad general era muy potente y el público se sentía atraído por ella.

 

Se imponen unas palabras acerca de Daniel Di Pace, músico apasionado por romper límites en el ejercicio de la música vocal grupal. En un principio, fines de los setenta, como uno de los primeros arregladores de música popular (folklore, tango, rock, cumbia) para coro. Esto, que es habitual en la actualidad, era una verdadera osadía en un ámbito en el que, a lo sumo, se cantaba un tango o piezas de Guastavino y otros compositores académicos que abrevaban en nuestro folklore. En segundo término, con el trabajo del GEV y numerosos proyectos de teatro musical, Coro Negro del Rojas y otros, como un promotor de experiencias que mixturan música y teatro. Lo recuerdo en aquel momento como alguien creativo, humorista, cálido con sus cantantes, obstinado en sus puntos de vista, pero abierto a la opinión ajena. Generaba, y lo sigue haciendo, una nube de camaradería infrecuente y un enorme afecto entre quienes lo tratan. Mientras que hay directores que obtienen resultados impecables a partir de un trabajo con músicos excelentes, otros, como Daniel, son capaces de hacer cantar y moverse a las piedras. He ahí su toque especial.

 

 

 

Experimentación

Lo que empezó como un pequeño coro raro fue derivando, y nunca mejor usada la palabra deriva, en un laboratorio de investigación de la voz, de la de cada uno, del entrelazamiento de todas las voces, de sus posibilidades tímbricas, de las texturas resultantes como efecto de las improvisaciones que cada vez nos llevaban más tiempo de ensayo. Así, de aprendernos partituras con armonías disonantes, propias del lenguaje de las primeras décadas del siglo XX, pasamos a abordar obras con notación musical alternativa, hecha de algún código personal de autor: dibujos, líneas, formas que sugerían sonidos, intervalos, la voz hablada, el grito y el susurro. Un mundo nuevo se abrió ante nosotros cuando descubrimos el poder del azar y de la elección personal: ahora cada cantante inventaba a partir de sugerencias de la notación: “nota tenida en el rango agudo hasta quedar sin aire”, “glissando descendente con la sílaba ‘je’”, “frase hablada repetida del gemido al grito”… Semióticamente, podría explicar, en el presente, el valor del feedback en las interacciones sonoras (a veces trabajábamos con los ojos cerrados y otras reaccionando con el cuerpo todo a las conductas de los demás), los comportamientos vocales complementarios, miméticos y convencionalizados como dominados por las lógicas de lo indicial, lo icónico y lo simbólico: ¡el cuerpo significante en acción!. En aquel momento, simplemente viví, vivimos, bajo el estímulo constante y la guía de nuestro director, la dicha de la improvisación y de la creación colectivas.

Y fueron justamente esos cuerpos en acción los que abrirían otro capítulo para el grupo. Porque comenzamos a hacer uso del espacio y allí ya nos separamos decididamente del trabajo coral y pasamos a hacer algo así como ¿teatro musical?, ¿performance?, ¿gente que se mueve mientras profiere sonidos extraños? Poco a poco, experimentamos a la vez con la textura sonora y con la interacción de los cuerpos en la escena.

En Epini, por ejemplo, la partitura -de notación no convencional- se había transformado en una larga cinta que desenrollábamos mientras girábamos sobre nuestro eje y cantábamos-hablábamos-lanzábamos sonidos no articulados. Finalmente, esas serpentinas caían al piso y nosotros con ellas.

En Letany for the whale, comenzábamos sentados en la oscuridad mientras la combinación de los cinco sonidos que conforman “whale” se iba desplegando y confundiendo con sonidos que imitaban el canto de la última chamana selk’nam, Lola Kiepja.

En Supermercado, suerte de sátira de la sociedad de consumo, hacíamos reír al público mientras ocupábamos histéricamente el escenario yendo, viniendo, gritando y gesticulando. En la misma tesitura, cantábamos Vidú Vidá, pieza de jazz al estilo Dixieland, con unas absurdas cornetas hechas de cartulina de colores.

Nuestra infraestructura era nula: en algunas salas ni siquiera se podía apagar la luz; en otras, hacíamos uso de velas o linternas. Incluso nuestro uniforme (los coros generalmente usan uno) era ropa nuestra: remera de color liso y pollera o pantalón negros. Nunca encontramos un verdadero espacio de pares: demasiado formales para el underground, demasiado excéntricos para el ambiente coral, amateurs entre el establishment de la música contemporánea de paladar negro, llegamos a conocer a compositores del grupo Cultrún (música experimental instrumental), con quienes pudimos compartir algunos conciertos en el Salón Dorado del Colón y el en Rojas, aunque nos separaban diferencias generacionales y de formación.

 

El Arte salva

Así decía una pequeña fuga paródica que compusieron Omar Viola, factótum del Parakultural y Daniel, que la arregló para voces. La cantamos con Viola, recitando una noche entre Las hermanas Nervio y otras performances en ese templo de la cultura under que se caía a pedazos pero que era venerado por el público entendido. Éramos decididamente “de otro palo”, y quizá por eso gustó. Al poco tiempo, el teatro de la calle Venezuela, periódicamente asediado por los funcionarios de turno, cerró para siempre, aunque tuvo una masiva despedida un año después en el Galpón del Sur. Pero esa es otra historia.

Lo interesante de la experiencia con Omar Viola fueron unas clases de teatro que vino a darnos a la Fundación. Se trataba de ejercicios de improvisación bastante básicos, pues nadie tenía experiencia en el campo, que nos sacaron de nuestra zona de confort y nos desafiaron a atravesar límites. Recuerdo ser una actriz de cine mudo, gesticulando ampliamente y tratando de expresar emociones con el rostro. O interactuar con compañeros de un modo en que nunca lo habíamos hecho. Costaba, pero nos lanzábamos sin pensarlo. Mucho cuerpo, mucho movimiento, mucho intercambio sin sonido ayudaron a resituarnos como agrupación.

 

El hombre, la hembra

Así comienza un poema de Octavio Paz que recitamos para una performance de Omar Viola en el Galpón del Sur. Fue una especie de reencuentro de la movida del Parakultural, pero ante ochocientas personas, muchas de ellas público nuevo que se acercaba atraído por la leyenda urbana del under. Entre la enorme cantidad de personas sucedían cosas: Urdapilleta, vestido con toga romana recitaba un texto clásico (allí reconocí a un actor de enorme intensidad); Batato Barea aparecía y su sola presencia hacía arremolinarse a la gente en derredor…

También había un escenario. Y allí, con candelabros, recitaríamos el poema mientras Omar Viola iría bajando con un arnés mientras efectuaba un contrapunto de texto con nosotros… Una gran puesta pensada para numerosos ensayos y buena logística. Nada de eso sucedió: no teníamos sonido con que contrarrestar el griterío ambiente, Viola no bajaba y nosotros, pobres cantores extrapolados a un ecosistema ajeno, mirábamos desorbitados al público mientras tratábamos de repetir “¡El hombre…! ¡La hembra…!”.

En conclusión: ochocientas personas nos abuchearon con ganas, una compañera lloraba, y los demás, con el espíritu abatido, nos llevábamos una experiencia de la que pocos pueden dar fe. No cualquiera tiene en su haber semejante récord, ¿verdad?

 

Errantes

Finalmente, la Fundación cerró sus puertas y debimos salir a buscar un lugar que nos albergara. Terminamos provisoriamente en el Centro Cultural Rojas, que nos cedió una sala repleta de bibliotecas vacías que se estaba por refaccionar. Por ello fue que nuestro último recital, junto a los “cultrunes” se llamó Música para bibliotecas.

En el interín, habíamos comenzado a reunirnos, primero con la intención de hacer Stimmung, la monumental obra vocal de Stockhausen, junto a un tenor solista; luego, para profundizar en la improvisación vocal, que nos apasionaba. El director participaba de ello junto a nosotros, pero mientras éramos atrapados cada vez más por el efecto mántrico de las voces que jugaban y nos llevaban muy lejos en tiempo y espacio, Daniel persistía en sus proyectos: obras de teatro musical con un fuerte tinte paródico. Cuestión de distancia: mientras nosotros buscábamos de algún modo estar en el centro del sonido y de nuestros cuerpos, Daniel nos llevaba al relato y al humor, con la distancia que esto implica. Como dije antes, estos polos siempre habían convivido en nuestro repertorio, pero el ciclo, naturalmente, se estaba cerrando.

Las dificultades edilicias, un cambio de época -el menemismo, que se sentía brutalmente en todos los ámbitos- y estas diferencias de intereses entre el director y el grupo hicieron que nos separáramos en términos excelentes. Cada uno tomó su camino. Guardé amigos y a mi compañero de la vida, con otros me he cruzado en alguna ocasión musical y de algunos no he sabido más.

 

Una escuela

Como estudiante de Letras, conocía las vanguardias del siglo XX y, por ende, sabía que no estábamos inventando nada. Cada uno de nosotros lo sabía, pero el hecho de jugar con sonidos, cuerpos y espacios -que eso fue, en definitiva, lo que hicimos del primer al último día- nos dio alegría y conocimiento.

Ahora, como docente de Semiótica en carreras de Arte y Comunicación, recomiendo una mirada “desde adentro y desde afuera”. La perspectiva analítica, distanciada del objeto, se enriquece con un saber del propio hacer.

Claramente, a partir de esa experiencia, la música nunca fue lo mismo para mí. Desde ese momento, se transformó en un lenguaje en el que caben todos los sonidos, todas las posibilidades combinatorias, todos los cuerpos en todos los espacios.

En el GEV, aprendí que el proceso es más importante que el producto, al menos para quienes lo dinamizan. Nada es más estimulante que la creación, y si es colectiva, en diálogo con los otros, mejor aún. La experimentación nos llevó por senderos que a veces desembocaban en resultados insatisfactorios, pero lo interesante era el camino. También aprendí que un sonido debe contener la pluralidad de búsquedas que condujeron a él: aunque no se oigan, resuenan en el silencio. Como en el teatro, el simple caminar contiene movimientos que hacen que esté lleno y sea real. Esto, por supuesto, es difícil, pero es aquello a lo que debería tender una práctica artística. No sé si alguna vez logramos algo de eso, pero andábamos en su búsqueda.

En tiempos de registro obsesivo de todo lo que sucede, parece extraño que no queden rastros del GEV. Ya era un poco raro en aquel momento, pero así fue. Por eso Memoria de lo inaudible, ya que no hay modo de escuchar algo de lo que hicimos. En realidad, queda una grabación de estudio en casete que debería digitalizarse, unas fotos de un ensayo, algún programa guardado y muchos recuerdos que afloran en conversaciones teñidas de afecto.

¡Ah!, y una certeza: El Arte salva.

 

[1] Nombro al grupo nuclear: Gabriela Victoria Saenz, Amparo Rocha Alonso, María Fernanda Rodríguez, Marcela Escobar, Fido García, Germán Gómez, Fernando Martorell, Darío Szwlewicz, Georgina Oks.

Acerca de:

Amparo Rocha Alonso

Es Licenciada en Letras (FyL, UBA) y Doctoranda en Artes (UNA) bajo la dirección de Oscar Traversa.
Ha publicado artículos sobre música, cine, poesía, diseño editorial, discursividad política, televisión y semiótica general.
Investiga en la UNA y en la UBA sobre los vínculos entre voz, cuerpo y mediatización.
Actualmente se desempeña como Titular de Semiótica de la Música (DAMUS, UNA) y como Adjunta de Semiótica de los Medios (FSOC, UBA).
Es JTP de Teoría de los Medios y de la Comunicación en la Carrera de Artes (FyL, UBA) y Auxiliar de Semiología General (Artes Multimediales, UNA).
Fue Titular de Sociosemiótica en la FACSO (UNICEN) entre 2007 y 2017 y Auxiliar de Semiología del CBC (UBA) desde 1989 hasta 2017.

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