Para las religiones mediterráneas, al menos para el judaísmo y el cristianismo, quizá menos (o nada) para el islamismo moderno, la figura de Salomé se sitúa entre lo accesorio y lo difícilmente ejemplificador. Finalmente, ¿qué importancia, comparada con las grandes figuras de la fe, puede tener una joven bailarina que con su gracia impresiona a un alto funcionario maduro (un Tetrarca, quienes en la época gobernaban una parte de un no muy extenso protectorado romano del Mediterráneo Oriental) que es su padrastro y su tío a la vez, pues su madre se convirtió en esposa de Herodes –así se llamaba- luego del divorcio del hermano mayor del actual marido? Sin embargo, hace algo más de 2000 años, dos evangelistas se ocuparon de aludir al episodio y, desde ese lejano momento hasta nuestros días, no dejó de interesar, especialmente al mundo de las prácticas artísticas en muy diferentes dominios y, de manera contraria, se tornó indiferente o no acentuado el suceso por la catequesis cristiana de nuestros días.
Tal persistencia paradojal es llamativa y, en todos los momentos en que ese episodio fue retomado, lo esencial reside en la particular circunstancia en que se incluye esa danza y la tragedia que conlleva: nada menos que la decapitación de Juan el Bautista, personaje que despertaba la admiración y el respeto entre el pueblo judío de aquella época y, además, se había granjeado el reconocimiento de uno de sus miembros que, en poco tiempo, se encontraría entre los más notorios: nada menos que Jesús de Nazaret. Ninguno de los evangelistas llama por su nombre a la bailarina, es Flavio Josefo quien lo hace en Antigüedades Judías; los evangelistas Mateo (14: 1-12) y Marcos (6: 16-29) coinciden en la escena de la danza e incluso en el motivo de la decapitación. Se trataba de un reproche grave realizado por Juan el Bautista a Herodes en cuanto a que había tomado por esposa a Herodías, en tanto ex mujer de su hermano mayor, contraviniendo de ese modo un precepto religioso.
Así entonces, la dicha Herodías odiaba al Bautista y deseaba su muerte y aprovechó para el cumplimiento de sus fines un festejo de cumpleaños de su marido en el que Salomé, su hija, se libra a la danza y fascina a Herodes, quien promete compensar a la joven con lo que desee, incluso “…la mitad de su reino…”. Salomé consulta con su madre y ella la induce a que le solicite, de inmediato, la cabeza del Bautista. Herodes, incómodo frente al pedido, pero cuidadoso ante sus invitados –notorios funcionarios locales y romanos- de no violar una promesa en público, da entonces a un servidor la orden de ejecución y de presentar de inmediato en una bandeja, según el pedido, la testa de la víctima.
Como veremos enseguida, este episodio, con ciertas variantes y en modos de una diversidad y números sorprendente, recorre dos milenios de historia sin dejar de lado ningún procedimiento técnico o lenguaje artístico para darse a ver; pero, eso sí, en distintas variantes escénicas y estilísticas según las épocas (no exentas de desvíos y novedades) hasta nuestros días. No nos encontraremos con una sola Salomé, curiosamente lo hacemos con muchas, hipóstasis de aquellas pocas de las líneas narrativas de Marcos, Mateo y Flavio Josefo y no menos de emergencias que siempre parecen resultar de la acentuación de un fragmento que se corresponde con alguna dimensión de la vieja narración, con un notable corrimiento narrativo a finales del siglo XIX.
¿Cuáles son las razones de esta persistencia y a su vez de los cambios? ¿A qué se deberá que, pasados los milenios, se perpetren ciertas insistencias? Salomé sigue siendo una bailarina que ocupa un lugar protagónico en un crimen horrendo que se exhibe siempre como tal: el excesivo despliegue del cuerpo que la danza hace presente se contrapone a una cabeza separada, inmóvil, del cuerpo. No son fáciles de circunscribir las diferencias entre los diversos enfoques y reenfoques temáticos que se suceden en el tiempo, pues el episodio es rico en alusiones a conflictos persistentes que allí aparecen esbozados: las relaciones de respeto a las reglas religiosas, la pasión carnal y el gobierno de las acciones, el desequilibrio y colisión entre lo masculino y lo femenino, la acción del cuerpo enfrentado al gobierno de la razón.
Tematizaciones que, en el curso de los dos milenios, se hacen presentes según los motivos diversamente instalados en función del espacio y el lenguaje en donde se inscriben: sea el de la escritura, la escena o el del universo plástico. Al igual que cualquier otro proceso de transformación textual, sea el del Quijote, el de Carmen o el de Ulises, estará siempre sometido a una tensión: en un polo, la conservación de las propiedades que definen la identidad del texto (que el Quijote, Carmen o Ulises sean, de algún modo, tales) y, en el otro polo, la diversidad sin límites de los recursos que brinda el tiempo para hacer presente esas cualidades distintivas.
De las pocas líneas escritas de los evangelistas, de las restringidas observaciones de Flavio Josefo y de alguna minúscula referencia de otros –evangelios apócrifos incluidos- crece, en el decurso de los dos mil años, luego de su modesto comienzo, de modo permanente y sostenido, un problema. Ahorramos espacio y tedio enumerativo, basta decir: luego de su emergencia, todas las técnicas vinculadas de algún modo con la producción de sentido, del cartón a la piedra y del tambor a la web, se han ocupado de Salomé y no cesan de hacerlo. Podría objetarse: ¿acaso no ha ocurrido lo mismo con ciertos personajes de la tragedia? O más atrás aun ¿Ulises no ha persistido en múltiples maneras? La réplica sería, para justificar la excepción: ¿es idéntica la complejidad textual en la que se sitúa a Ulises de las pocas líneas de Marcos y Mateo?
Del milenario par original oralidad-escritura de los evangelistas, operación referencial, finalmente, que da cuenta de un contexto espectacular, la célebre “danza de los siete velos” funda, entre tantos otros, un tópico irresuelto: es la presencia del cuerpo, en toda su materialidad, la que funda un vínculo de una plenitud no alcanzable en otros, fundados, en cambio, en la ausencia, según las diferentes modalidades del funcionamiento de los signos. ¿Es acaso solo el cuerpo material y cinético de Salomé el que gobierna –para mal- la tragedia? ¿Y es, a la inversa, el cuerpo segmentado del Bautista –su cabeza en especial- donde se aloja el bien? Salomé hace dos milenios que encarna este dilema haciéndose presente ante nosotros: lo repite, sin fin, frente a nuestros ojos en la escena, en la tela del pintor, en la pantalla doméstica de TV o en el cine.
Quien quiera fatigarse (asombrarse, escandalizarse, dar piedra libre a su fantasía y otras contingencias tales como pensar en torno a lo que venimos tratando) puede recurrir a la web y, aunque no sea paciente, podrá encontrarse con muy diversos vínculos relacionados con Salomé: los evangelistas Mateo y Marcos, Caravaggio, Gustave Flaubert, Oscar Wilde, Richard Strauss, Rita Hayworth, Margarita Xirgu, Mauricio Kartun, Loïe Fuller, Karita Mattila, Pedro Almodovar, Alla Maximova, Ken Russel, Al Pacino (…). La enumeración podría extenderse de manera extenuante y notaríamos que, de distintas maneras, según las técnicas de época, los nombres cubren los dos milenios y es posible que se haya incrementado, tanto en variedad como en número, hacia el fin del siglo XIX y durante el XX, hasta nuestros días. No son ajenos a este fenómeno –aunque no lo explican- la diversificación de soportes que va desde los perfeccionamientos de la impresión sobre papel hasta la web, junto a la multiplicación mundial de centros de producción artística y mediática en general.
Es pertinente preguntarse: ¿Qué otra cosa asocia a los nombrados, y a tantos otros ausentes, además de haberse referido a Salomé? Al menos tres tópicos centrales en la actividad productiva del arte o la palabra pública los acercan. Veamos: la primera propiedad que los reúne consiste en que si todos han trabajado el núcleo temático general “Salomé”, lo transformaron de algún modo, operaron diferencias respecto de su origen oral o escrito, dieron lugar a rupturas de escala; la segunda propiedad común es que todos aportaron a un cambio de escala a partir de la diversificación de la audiencia y de la multiplicación de variantes discursivas; la tercera los asocia en que, en conjunto, sustrajeron a Salomé del mundo religioso (deseándolo o no) para trasladarlo al raso pasional y profano patentizado en lo estético, traccionando a su vez –al actor principal y agente del conflicto- la danza, a ese mismo espacio.
Las llamadas, en cuanto a lo primero, “rupturas de escala” aluden a los cambios que se dan en el tiempo: por ejemplo, pasar del cine mudo al sonoro da como resultado que el modo de construir una realidad cualquiera no es semejante si está acompañada del sonido que si ellos están ausentes; lo mismo ocurre con las imágenes que preceden al cine y lo que luego ocurre con las imágenes en movimiento, situación crucial para la danza, por caso.
En cuanto a los “cambios de escala”, aludidos en lo segundo, se trata de las modificaciones que atienden a la relación entre una obra cualquiera y los modos de alcanzar una audiencia (constituir un público). El mundo que describen los evangelios de la danza de Salomé es el limitado a un mundo cortesano; el que se supone de la práctica escrita por sus cronistas Mateo y Marcos posee límites muy distintos, tanto numéricos como espaciales; otro ejemplo: más allá de que cambien con los tiempos, una sala teatral no es idéntica a una emisión de TV, cambia, por una parte, numéricamente la audiencia y cambia también la posibilidad de cada miembro de ese público de acceder a la diversidad (basta con emplear el control remoto).
Lo referido en tercer lugar, la disolución de lo religioso en lo profano, muestra su ruptura más notoria en el codo entre el siglo XIX y el XX desde tres miradas diferentes: Gustave Flaubert, desde la literatura, Oscar Wilde, desde el teatro, y Richard Strauss, desde la música y la escena operística. Les dedicaremos a los tres las páginas que merecen en otra carta, pero avanzamos unas palabras: Flaubert se ocupó de mostrar las laceraciones de la escena política, Wilde, los caprichos intolerables del deseo no compartido y Strauss el escándalo de exhibir todo eso sin excesos de piedad.
Me queda decir que tanto Hamlet como Carmen o Ulises, y también Salomé, junto a sus tan diferentes historias (historias en alguna medida de todos) nos hablan también de los alcances de lo que constituye la argamasa que las sostiene: el teatro, la literatura, la música, la danza.