LOÏE. 03

Carta III

29 de May de 2019
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Cuando un crítico experimentado de cine dice: “…este trabajo documental resulta completamente distinto a todo lo conocido…” refiriéndose a sus procedimientos y a los efectos a que dan lugar, estoy seguro de que vale el esfuerzo detenerse; la erudición en ese oficio no constituye una pieza menor de la identidad profesional, sobre todo si ella es bien ganada; la frase se refiere a Jamás llegarán a viejos, un film documental que alude a la primera guerra mundial (1914-18).

Las razones dadas para justificar ese juicio me llamaron la atención, pues en verdad aludían a recursos inéditos –son los que suelen llamarme la atención, más aún si se trata de ese género- pero, a su vez, me despertó dudas acerca de la justeza de los argumentos, en especial los alcances de la suma y cualidad de los procedimientos que impulsaban la afirmación del crítico. La inclusión de la referencia personal a la duda no es ociosa, creo que me excede: existe una cierta ambivalencia acerca del papel de los procedimientos técnicos, y no solo en ese rubro artístico. Si por un lado se les suele adjudicar prodigios respecto de sus realizaciones, a la vez, se les adjudica también ser el camuflaje de una producción repetitiva.

Si el propósito de los críticos era estimular la concurrencia a las salas de cine, lo lograron –Marcelo Stiletano y Javier Porta Fouz, desde “Espectáculos” de La Nación, entre otros-. Debo reconocer que prestar atención a su sugerencia fue una ayuda para acercarme al hecho histórico y no lo fue menos para mirar la técnica de un modo diferente.

El realizador del film es Peter Jackson quien mostró su destreza en El señor de los anillos y no muestra menos de esa cualidad en Jamás llegarán a viejos, un film por encargo del Gobierno Británico en el marco del programa de homenajes y recuerdos del cruel y novedoso episodio bélico de 1914-18. Los dos adjetivos indican un aspecto, si se quiere, didáctico del film: mostrar en su desarrollo, en un mismo movimiento, la pervivencia de lo viejo y el advenimiento de lo nuevo, patentizado en la selección de encuadres y momentos del desenvolvimiento de las acciones bélicas.

Peter Jackson señala en una entrevista la distancia que se propone establecer con las situaciones políticas y las contingencias históricas que dan forma a los acontecimientos y se hacen patentes en la secuencia de los hechos bélicos, visión adoptada por numerosas piezas del género. En este film, entonces, no se harán presentes y será, por el contrario, la vida y el sentir de los soldados frente a esos episodios lo que se manifieste. Quizá Jackson no preveía la errancia y consecuente diversidad de los reconocimientos. Muchos, por las vías de esos rasgos, podrían leer la más notoria manifestación de la política.

Es posible que esos desplazamientos de la lectura se hagan posibles a través de articulaciones de procedimientos con variaciones o emergencias disruptivas de fragmentos de secuencias, la de los piojos por ejemplo, algo tan distante de las grandes movilizaciones bélicas o las reuniones de los jefes de estado mostrando sus actitudes frente al conflicto. Se sabe que esos pequeños “actores” del reino animal pululaban en el mundo de las trincheras de aquel entonces: el film muestra los infortunios que de modo permanente causaban a los soldados. Cuando son evocados, por la voz off de uno de ellos, la imagen cambia de registro, pasa a mostrar una visión “a la lupa” de los insectos; cuando regresa al grosor estándar, la voz de un soldado explica cómo salvaban la dificultades y cuáles eran las soluciones que surgían al combatir esa plaga, una de ellas consistía en pasar la llama de una vela por las costuras de las ropas, medida que juzga, la voz, como finalmente inútil.

Ese intento técnico, su fracaso, nos renvía tanto a las carencias del mundo de ayer, pero también al de hoy: ¿dónde y cómo se reproduce ese perjuicio en el presente? En Buenos Aires se tendría una respuesta concluyente inmediata (recuérdense las infecciones recurrentes de esos insectos en los escolares). El tránsito del sentido, lo señalamos, es errático, puede marchar del pasado al presente para regresar al pasado y dar forma a los juicios que establecemos a su respecto. Lo político puede esconderse hasta en las costuras de la ropa y puede prescindir del fechado de los hechos, remitir la escuela a una trinchera, por caso. Es posible que Jackson lo sepa.

Nos referimos a un procedimiento, si se quiere, primitivo del cine, la inserción entre dos encuadres con cambio del grosor de lentes estaba al alcance desde momentos muy lejanos en la historia del cine (debemos anotarlo pues regresaremos en páginas siguientes). Las técnicas, al parecer, no tienen “fecha de vencimiento”, pero las exigencias estilísticas sí.

Un procedimiento notable, ajeno a la moda y a los estilos (por el momento al menos), consiste en la prescindencia absoluta, en cuanto a las voces, de agentes distintos a los participantes en la contienda. Para lograrlo, fueron empleadas voces, grabadas a lo largo del tiempo, de combatientes de las más diversas graduaciones militares o profesionales, esas voces reemplazaron en todo momento a las del presente. Recurriéndose incluso a expertos en lectura de movimientos labiales para el desciframiento de los registros de encuadres mudos, casos únicos de reemplazo, pues no se contaba en aquel momento con registros cinematográficos sonoros sincrónicos, siendo éste el único espacio ocupado por agentes exteriores, solo en la dimensión sonora pero no en cuanto a la imagen.

Courtesy Warner Bros. Pictures

Se suman a estas variantes otras, no menos sorprendentes, realizando actos de violencia sobre documentos –seguramente reprochables por los ortodoxos del género documental-, por caso, la aplicación de color o la generación de la columna sonora, resultado, esta última, de múltiples “inventos”: los ruidos producidos por el uso de las armas o el desplazamiento de las máquinas de guerra. Una intervención, a mi entender humorística, en una entrevista donde el realizador se explaya al respecto proclama que solicitó a la artillería de su país de origen, Nueva Zelanda, que hicieran varios disparos de cañón para situar las cualidades de esos sonidos; es bien conocida la imposibilidad de instalar en una sala de cine el sonido de ese artefacto (la artificialidad del sonido, y consecuente codificación, hace al verosímil cinematográfico en general).

No puedo, no creo que nadie pueda hacerlo, juzgar acerca de si los amaneceres del film se asemejan a los de aquel momento o los ruidos coinciden con los producidos por las máquinas de época, cañones o las que fueren, es cierto. Sin embargo, fabricar esos sonidos a la medida de un cierto verosímil propicia un beneficio ciertamente necesario para la articulación entre la dimensión cognitiva y la completitud perceptiva acompañante, nexo necesario para pensar y dar forma al mundo que se pretende mostrar. Presentar la inversa sindicada de “real”, por caso, sin sonido y sin amaneceres luminosos o noches demasiado oscuras, hubiera solo agregado al asunto la producción de banalidades del tipo: en aquel momento el cine era mudo, ni se filmaba en color, etc. Afirmaciones ociosas por repetidas y conocidas y que solo interfieren en el advenimiento de lo nuevo.

Los palurdos, yo entre ellos, podríamos señalar: en aquel momento había amaneceres apacibles y noches muy oscuras. El truco ha acrecentado entonces la dimensión efectiva de los sucederes del momento: vivían entre piojos en amaneceres inolvidables. Precisamente por esa condición “real” se hace posible, tiempo después, articular, por parte de quien lo observa -yo entre tantos- una palabra sopesada, no quiero decir verdadera, acerca de aquella tragedia (no es trivial pues que quién nos ha hablado es quién lo vivió). La errancia del sentido, notamos así, que es implacable y depende de nuestra relación con los procedimientos.

Pero la atinada, a mi entender, afirmación del crítico de que el trabajo documental “resulta completamente distinto de todo lo conocido” se afirma sobre dos pilares, como venimos tratando de mostrar: por un lado, las cualidades del decir y por otro, las de lo dicho. Por caso, que se muestre a los soldados defecando en grupo, sentados a lo largo de una tabla que, apoyada en sus extremos, se extiende sobre un depósito de excrementos. A la par de la singular imagen, el comentario de un testigo que recuerda el momento en que la rotura de la tabla precipitó a los usuarios en el fétido depósito, suceso que fue acompañado por la risa de los circunstantes, según señala la voz del testigo. Situación que dista tanto del heroísmo proclamado en los documentales tradicionales como la mostración de cadáveres devorados por las ratas. En estos casos, de la misma manera que en otros equivalentes, el testimonio verbal se sitúa en un espacio paradojal y ciertamente no esperable. Igualmente inesperado es el largo fragmento dedicado a la masiva presentación de voluntarios en los comienzos del conflicto, el entusiasmo desbordante no deja de sorprender. Se destaca la voluntad juvenil que viola los reglamentos de la convocatoria (a partir de 18 años), se precipitan adolescentes de 14 o 15 años a las oficinas de reclutamiento admitidos muchos para marchar al frente, se muestra en la pantalla su aceptación por parte de los funcionarios.

¿No esperable en cuanto a qué? En cuanto a que surge una valoración positiva, ciertamente melancólica (eufórica al principio), de lo vivido en los momentos que transcurrieron en aquellos días de trinchera. Estos juicios se exacerban en dos momentos: cuando se produce el anuncio del fin de la guerra y el comienzo del regreso, al igual que en el rencuentro con la cotidianeidad doméstica y pueblerina en la que habían vivido antes de la guerra. Las voces del film evocan la sensación de pérdida y ajenidad del regreso (voces con los tropiezos propios de quienes las sufrieron): “de ser algo y hacer algo en el frente y no ser nadie y no hacer nada en el mundo, mejor…” o los silencios y las distancias en los días del regreso: “solo era posible hablar (valorar) con quién había estado…”.

Experiencia difícil de traducir cuando se trata de una situación de desmesurada densidad trágica, al punto que las contingencias de las guerras, para los que en ellas participan,  están limitadas por las solas chances de perderlo todo o perder demasiado, la última corresponde a los que regresan. De allí la insolvencia de tantos de los que “no fueron” para entender, más bien hacerse cargo, de la diversidad del mundo, en especial la de “esos otros” que fueron, en circunstancias tan alejadas de las propias.

Ahora, para nosotros, la experiencia del espectáculo fílmico, doblemente marcada por el acicate de los desvíos de los recursos técnicos y del develamiento de las vergüenzas ocultas, dispone la posibilidad de una aproximación imaginaria, tan negada como necesaria. Quizás la ficción de gran consumo de nuestros días, las series, operen como una respuesta a un tardío acto de incitación, al menos, al recuerdo. La serie, también británica, Peaky Blinders, exhibida entre el 2013 y el 2019, evoca precisamente momentos posteriores a la primera guerra, en un mundo donde se mezclan el delito con la vida proletaria. La evocación de la guerra allí se constituye como motivación de las conductas y, a su vez, como atributo de identidad, sin distinción de clases: vale para un ministro, Sir Winston Churchill, al igual que para un jefe de la mafia de Birmingham, ambos participantes en la contienda.

Esa serie, al igual que Jamás llegarán a viejos, ha sido mencionada -en la medida de lo que puede hacerse presente en una serie- por el develamiento (mundo mafioso británico, vida obrera) y la técnica (música, selección cromática), lo que aproxima a estas dos expresiones copresentes en un pasado que regresan un siglo después.

Valdría, sobre el final, prestar atención a las particularidades que se presentan en estas dos piezas del arte contemporáneo (pensamos que esta mención debe emplearse a la letra para el conjunto de las prácticas del campo estético) en cuanto a que el develamiento (el surgimiento de lo no dicho) se pone de manifiesto a través de un desajuste con los “modos de ver y escuchar” corrientes. En Jamás llegarán a viejos son los testigos de los hechos, con sus voces, los que se hacen presentes a través de las experiencias vividas hace un siglo, es uno de esos cuerpos vivos en la pantalla el que me habla.

La serie y el documental se sitúan en lugares distantes pero aunados por un cierto orden de realidad común discursivamente construida (no podemos nosotros identificar el mundo de 1914-18 a través de otro recurso que no sea el que resulta de la relación que establecemos con una cadena de fragmentos visuales y sonoros trabajados por la técnica -grabados, fotografiados, escritos, filmados-). Cada uno de ellos nos remite a formas distintas de construcción que nos indican modos diferentes de procesar los acontecimientos. No es el mismo discurso el que culmina en un escrito, que el que lo hace en la fotografía –no nos referimos al vínculo individual, nos referimos a los procesos textuales, para el caso, puede ser la misma persona quién los hace.

La serie resulta de una agregación de fragmentos, fruto de la técnica, cuyo límite resulta del decurso ideativo de quienes la producen; el documental resulta también de tal recurso asociativo, pero los fragmentos resultan de un contacto (registro visual o sonoro) con el proceso o acontecimiento en cuestión. La diferencia se encuentra en los límites que en uno y otro caso se establecen con las referencias: uno y otro son, al fin, versiones del tópico tratado. Pero, vueltas de la técnica, tanto la fotografía como la fonografía alteraron las cualidades de los límites. Jamás llegarán a viejos nos alecciona en cuanto a que lo concerniente a la técnica es un producto en el que no existe “fecha de vencimiento”. No necesitó, para refrescar la memoria, apelar a presuntas novedades.

 

 

(Foto principal: ©WarnerBros Pictures)

 

 

 

 

 

 

 

 

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Oscar Traversa

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