LOÏE. 02

Carta II

18 de September de 2018
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La promesa…

Prometí, en una carta anterior, detenerme en la disolución de lo religioso en lo profano, en cuanto a la ya dos veces milenaria historia de Salomé. Relato traído al mundo por dos involuntarios pre anunciantes del más adelante difundido striptease (Mateo 14: 1-12, y Marcos 6:16). Como es bien conocido, se trató de las referencias de esos dos evangelistas al horrible crimen cometido -una fría decapitación- en la persona de Juan el Bautista; el motivo –de superficie al menos- fue el odio que despertaban sus acusaciones de perjurio religioso dirigidas a la pareja gobernante, Herodías y Herodes Antipas. Mientras que el malestar de la dama no tenía límites, el monarca lo controlaba por razones políticas ya que Juan el Bautista gozaba de firmes simpatías entre los habitantes de Galilea, quienes lo consideraban un profeta, firme preanuncio de la llegada del mesías, esperanza de los judíos que, en ese entonces, poblaban la región.

El episodio que relatan Mateo y Marcos en sus evangelios se expide en breves términos, en los que ambos coinciden en lo esencial: el festejo de cumpleaños de Herodes Antipas que reunía a personalidades de la región como, asimismo, a un delegado imperial venido de Roma. En un momento de esa reunión, la joven hija de Herodías, fruto de un matrimonio anterior con el hermano de su actual marido -transgresión religiosa que provoca las acusaciones de perjurio del Bautista- realiza una danza que fascina al festejado Antipas. El interés que le despierta esa danza conduce a que el monarca, de viva voz, prometa a la bailarina lo que desee, en el límite, otorgarle la mitad de su reino. Frente a esta oferta, la joven consulta con su madre. Herodías nota que llegó el momento de la venganza: induce a su hija a que solicite la cabeza del Bautista. Antipas, conturbado, no puede negarse a una promesa pública; frente a un auditorio siempre dispuesto a mal juzgar sus actos, ordena entonces la ejecución inmediata y la entrega a la joven del siniestro resultado.

Es posible que el episodio, en tanto tal, carezca de entidad para persistir en el tiempo, tal cual ocurrió, si su contexto discursivo hubiera sido otro. Sin embargo, el de Salomé formaba parte de un relato más amplio que da cuenta nada menos que de la presencia terrenal del todopoderoso hecho hombre, de su crucifixión y muerte a manos de otros hombres y que daría fundamento a una fe religiosa que pervive hasta el presente. El camino de dos milenios del episodio merece tiempo y muchas páginas, pero vale el intento de transitar momentos pues es notoria la multiplicación de variantes textuales y el gigantesco avance fuera del ámbito religioso. Veamos.

Salomé – Oscar Wilde

El inagotable último tercio del siglo XIX…

Como se verá, los flujos y reflujos del siglo XIX, XX y XXI hacen justicia con el topos que funda este discurso desde siempre: los movimientos del cuerpo y su fragmentación como motivo de constitución de una escena mediática en plenitud. Este topos arranca en el último tercio del XIX: la escritura, la danza y la pintura constituirán el cañamazo para dar soporte a las construcciones secuenciadas de gran alcance colectivo, el teatro y el cine. El hilo que une al conjunto, primero en un pianísimo –imaginado- que luego, comenzado el siglo XX, se hará escuchar a toda orquesta, fue la música, que sigue cumpliendo ese papel hasta el presente.

Un paso, entre otros pero decisivo, de entrada en el mundo profano lo constituye la publicación en 1877 de los Trois contes de Gustave Flaubert, en especial Herodías, el tercero, que alude al episodio de la muerte del Bautista. El cuento posee una singular cualidad: el protagonismo de la historia no coincide con su título en tanto el centro del conflicto no es Herodías sino Herodes Antipas, quien vive, en simultáneo, un doble conflicto. Por un lado, la trama secreta de una rebelión contra el poder romano que debe ocultar frente a uno de los asistentes a la fiesta, el poderoso interventor imperial Vitellius; por otro lado, en el mismo contexto escénico, el deseo carnal por una desconocida que se distingue entre la muchedumbre de invitados. Herodías, interrogada por Antipas acerca de la entidad de la desconocida, evita la respuesta y así oculta que se trata de su hija, a la sazón, sobrina de su marido, hija, pues, de su hermano; la trama incestuosa no hace otra cosa que justificar las razones de las invectivas del Bautista hacia la pareja de monarcas.

Todo esto cursa, en extrema condensación, en el espacio de un banquete donde convergen los actores de la diversidad de un territorio, propia de una crónica histórica. En cuanto a la dimensión política del asunto, la contradictoria diversidad se resume en la personalidad de los invitados, todos ellos agentes de variados grupos, sean estos étnicos, productivos, familiares, de creencias -patentizados en lenguas, costumbres alimentarias, vestimentas, armas ostensibles y ocultas. La narración de Flaubert, de una precisión deslumbrante (se hace inteligible gracias a las notas del comentador del texto, Pierre-Marc de Biasi), converge en la diversidad de situaciones y personas en un punto, aquel donde concurren las pasiones públicas, troqueladas en el largo tiempo con el instante del deslumbramiento carnal: cuando irrumpe en la escena el cuerpo que danza de Salomé y el relato la interseca con la mirada ávida de Herodes Antipas.

Los desencuentros, las convicciones contrapuestas, las historias conflictivas que preocupaban a los comensales del lúgubre banquete se borran, pero solo en apariencia. El encuentro entre ese cuerpo y esa mirada finalizará con la danza seductora y el pedido de la cabeza del Bautista. Final inesperado pero deseado por otros, y no solo por Herodías. El desarrollo de las voces de los comensales, la aparente indiferencia del inspector imperial, la aparición de la relación entre el Bautista y un ausente (¿el mesías?) se había colado con fuerza entre los circunstantes. La cabeza, ahora sobre una fuente, lucía en la mesa como una definición: había llegado el momento de Jesús de Nazaret. El final de Herodías, para el volteriano Flaubert, instala múltiples significados teológicos. Hoy, para nosotros, ese tejido de escritura nos habla –entre otros asuntos- de la semiosis infinita –según Peirce- y del desfasaje –según Verón- entre producción y reconocimiento. Permítasenos explicarnos, en unas pocas líneas, lo que constituye el propósito principal de estas cartas: comentar las relaciones entre arte y mediatización.

En primer lugar, detenerse en el curioso curso de un tópico: las pocas líneas de Marcos y Mateo en sus evangelios, dos milenios después, se tornan en el extenso de Flaubert. Unos y otros a su manera recorrieron largos caminos con cursos y espacios de alojamiento diversos pero aunados por una referencia común, transformándola a cada paso (creciendo también en complejidad), trayectos que siguen hasta hoy y seguramente proseguirán. A ese curso sin fin –siempre cambiante pero semejante- Peirce lo llamó semiosis infinita; al trabajo social que da como resultado esas diferencias, a cada momento del trayecto discursivo, Verón consignó un fenómeno de desplazamiento en cada punto del trayecto, lo que designó como desfasaje entre producción y reconocimiento, el espacio fenoménico donde se dan esas ocurrencias es precisamente el de la mediatización. Este excurso, seguramente prescindible, me es útil, sin embargo, para entrar en el terreno de las prácticas del arte. Una primera observación corresponde a la centralidad de una de sus variantes, la danza. Atentos al episodio que venimos tratando, es posible notar que no cuenta con muchos otros episodios que puedan compararlo en importancia con la milenaria serie discursiva de Salomé. Podríamos decir que este tópico –sin cambios de nombre ni de nudo principal- se sitúa en un lugar casi exclusivo: Salomé es un notable componente de la mediatización y, así también, como iremos viendo, lo es la danza.

¿Qué lugar ocupa la danza en esas narraciones? En ambos casos es similar e indispensable: media entre dos entidades, por un lado, las creencias que iluminarán al mundo (religión, política) y, por otro, la partícula que corresponde a un apetito individual (la consumación sexual, la presunta injuria).

Salome – Gustave Moreau

Por otra parte, ¿qué lugar ocupa en los textos que exteriorizan esos mundos?: poco, tanto en Mateo y Marcos como en Flaubert, unas líneas en uno, un par de páginas en el otro. Quienes los instalan y sostienen en el tiempo serán, en uno la discursividad religiosa, la literaria en el otro; en ambos casos el instrumento mediador será el libro (uno religioso, el otro profano) y las dos variaciones de conducta que proponen: la lectura de la fe en uno, la de la duda en el otro.

Del XIX al XX Salomé y la danza cambian de lugar

Leer hoy –lo estoy haciendo mientras me encuentro escribiendo frente a mi computadora- no es semejante a la lectura de hace dos milenios o a la que se producía en el siglo XIX. En el primer caso, una rareza, pocos sabían hacerlo, en el segundo, en cambio, era lugar por excelencia de constitución de los vínculos sociales. No se crea que Flaubert era un vanguardista al estilo de los de nuestros días, se trataba de un autor que disputaba las preferencias del público, tanto estilísticamente como en número de ejemplares vendidos con Emile Zola, por caso.

Herodías, como cuento, es una interpretación política de la muerte de Juan el Bautista. Así lo indica, entre otros momentos, el gran fresco que pinta Flaubert del banquete y, de modo inverso, la constricción que pone en obra en la escena de la danza; además, hace cargo de la cabeza separada del cuerpo al verdugo, quien la pasea entre los circunstantes. Herodes, frente a ella, deja escapar unas lágrimas, Herodías se evanece y la bailarina no es ni siquiera nombrada en el final trágico (nos enteramos de su nombre por dos menciones irrelevantes páginas atrás). Insistimos en este contraste, pues nos dará las pautas para pensar el trayecto estético que sigue al texto de Flaubert.

Oscar Wilde, en 1891, escribe en Francia y en lengua francesa Salomé, pieza teatral que será traducida por Alfred Douglas al inglés en 1894. Se explica esta elección idiomática por considerar a Francia un lugar más propicio para la presentación de la obra. Ese recaudo se justificaba por la sustancia dramática: la obra alteraba los relatos de los evangelios en dirección de una potenciación de la figura de Salomé y de sus relaciones con Juan el Bautista que poco tenían que ver con los despliegues presentes en las escrituras.

La evanescida bailarina de Mateo y Marcos como la presente pero marginal de Flaubert, una y otra agentes de Herodías para la venganza y el poder, se torna en principal actor de la acción. Y lo hace, ya no como un instrumento al servicio de su madre, sino guiada por el solo impulso de sus deseos. Wilde presenta ese cambio de manera escueta, dando lugar a un conflicto con un giro breve y brutal: enterada de la presencia del Bautista en el palacio, fuerza a sus carceleros a que lo traigan a su presencia, una vez frente a ella la figura doliente del prisionero se muestra –a través de sus palabras inflamadas- irreductible en sus principios de reparación moral, lo que produce en Salomé un inesperado y violento efecto. No otra cosa que una pasión posesiva que la conduce a precipitarse a los brazos del Bautista, quien permanece íntegro en sus principios y la rechaza con palabras, tan violentas y acusadoras hacia ella como las que dirige a su madre y a su padrastro, todos cómplices de perjurio, en los límites del incesto. Esta escena, clave del drama de Wilde, organiza la trágica continuación del relato. El firme rechazo del Bautista despierta la ira de la joven, a partir de los fracasados gestos de seducción, dando lugar a un súbito deseo de venganza.

De ese modo, se prepara la radical inversión que propone la obra. Se mostrará el cambio en el desempeño de Salomé, quien juega un papel ambiguo que va del rechazo a la aceptación de los requerimientos de Herodes Antipas, mostrados sin freno alguno, frente a los reproches de Herodías, su mujer. El monarca, con promesas de fabulosas compensaciones, solicitará en un momento que la joven dance en su presencia, lo que ella finalmente acepta, más allá de los intentos de impedirlo de su madre. Lo hará descalza y empleará los “siete velos” (las piezas vestimentarias, mencionadas en ese texto, harán en el siglo XX un largo camino); el texto de Wilde instruye en bastardilla: “Salomé dances the dance of de seven veils.” (¿Pensaría Wilde en una danza incluida en las representaciones de la pieza? Es posible).

La contemplación de la joven danzarina potencia el deseo de Herodes y, al final, reafirma sus ofertas de dar cumplimiento a sus promesas de compensación, a lo que sigue el funesto pedido de Salomé: una fuente de plata con la cabeza de Juan. De allí, sigue la escena en la que Herodes desespera tratando de persuadir a la bailarina de su demanda. Todo es inútil, el crimen se produce y la cabeza del Bautista termina finalmente en las manos de Salomé, quien se extiende en un parlamento y en un desempeño en el que culmina el cambio narrativo: la pasión se consuma en el beso en los labios muertos del Bautista y en las palabras que denotan tanto la fuerza de sus deseos como el desgarramiento que conlleva el haberlos consumado. La escena se cierra con las palabras de Herodes: “Kill that woman!” y la caída del telón.

Si, por un lado, el texto de Flaubert sitúa a Salomé como el agente final que hace visible un mundo donde se intersecan una suma de dimensiones político religiosas, donde sus actores se encuentran atrapados, el reverso de esa figura lo constituye la Salomé de Wilde donde, por el contrario, se disuelve ese mundo y todo se resume en la singularidad de una pasión –quizá como todas- cuyos motivos se presentan tan oscuros como su propia formulación. Estas últimas conjeturas están sostenidas por dispositivos textuales –modos de decir- que no solo acentúan sino que hacen posible o, al menos, “abren camino” para formularlas como posibles espacios de producción de sentido. Ese tránsito necesita que se ponga en evidencia el lugar último de manifestación de lo que se nos presenta como opaco por excelencia: no otra cosa que el cuerpo (su vida, su muerte, su goce y su dolor son siempre un enigma). Salomé, desde el fondo de la historia (tardíamente revelada o, mejor, tardíamente construida), nos advierte acerca de sus límites y peligros.

Salomé besa la boca muerta del Bautista y así convoca a su muerte: nace así otra Salomé

Nos explicamos: desde los escritos de Mateo y Marcos, cercanos al comienzo de la era cristiana, hasta 2013, con el film de Al Pacino, y en los años que corren desde esta última fecha nos encontramos con diversas puestas en escena de muy distinto carácter –Buenos Aires no fue ajeno a esos sucesos (consúltese youtube para obtener una nutrida información). Ese milenario trayecto da cuenta de una pervivencia no fácil de explicar. Si pretendemos esbozar algo que nos dé razones de ese largo recorrido se hace necesario no dejar de lado y situar en un lugar protagónico a la danza. Ella ocupa un papel central –curiosamente en silencio y sin ser vista-. La larga estancia en el tiempo se sostiene por medio de una joven que seduce a un hombre al límite de su entrega, de donde resulta una cabeza cortada, ambas cosas asociadas por lo dicho en unas pocas líneas de texto (presentes o tácitas) escritas hace milenios. Pero ese camino en un momento se abre hacia otro espacio de sentido, pues el cuerpo, el cuerpo que danza, se carga de una pasión singular que desarticula sus nexos con aquello que lo rodeaba en modo prevalente: la figura de su madre, las trasgresiones de Herodes y Herodías, los conflictos religiosos, la política de época. La pieza decisoria que articulará la prosecución de la serie ocurre en 1905, se trata de la creación de Richard Strauss de la ópera Salome, a partir del texto de Oscar Wilde. El sonido y la imagen ponen en juego dimensiones sensibles insospechadas hasta aquel momento, pues se incorporarán nuevas técnicas que darán lugar a la reconfiguración del vínculo con el texto. Tanto la escena teatral como la que se inaugura en el mundo del cine dan lugar a otra Salomé.

Salomé dejará de ser una construcción de la escritura, que manifiesta su cenit con Flaubert, o de la imagen fija, que culmina en Gustave Moreau luego de una larga y diversa serie a partir del siglo VI. Nace una nueva figura resultado de una trama intrincada: por un lado, un cambio de registro narrativo soportado antes y después sobre un sustrato homogéneo. Pero lo que sustancialmente cambia es la cualidad de lo que se da a ver y oír: cambia el cuerpo en la escena y cambia nuestro cuerpo “percibiente”. A partir de la incorporación del registro sonoro en la ópera, las modulaciones dramáticas de la voz se articularán con las modulaciones dramáticas del cuerpo. Tal convergencia se verá potenciada, poco tiempo más adelante, por la cinematografía que sumará a esa concurrencia los recursos compositivos que le son propios, a lo que se suman las técnicas que le han seguido hasta el presente. Es, precisamente, los ocho minutos que dura la “danza de los siete velos” que instala Richard Strauss lo que se ocupa de llenar el espacio sensorialmente “vacío” (vacío de cuerpo) que nos ofrecen las frases elocuentes y distanciadas a la vez de la escritura de Flaubert y las más distantes e intencionadas de la marcación escénica de Wilde. Los acordes de Strauss crean y llaman al cuerpo, sintonía sin necesidad de palabra que la explique, desde siempre, propia de la música.

¿Qué nos ayuda a pensar Salomé en nuestro presente?

Salomé transita por los dos milenios de vida, sin excepción alguna, por el conjunto de los procedimientos de mediatización que momento a momento se fueron presentando (queremos decir, los recursos que empleamos para hacer presente los productos de nuestra mente para relacionarnos: hablar, escribir, fabricar libros, cuadros, etc.), primero, en distintos asentamientos religiosos para instalarse, finalmente, en el mundo de lo que se denominaría arte. Es a partir del siglo XIX cuando logra una centralidad dramática ligada a un nombre que la distingue, pues el tópico narrativo hasta finales del XIX llevó el nombre de su madre: Herodías. Ese trayecto nos deja múltiples enseñanzas para pensar en qué forma y medida se articulan componentes disjuntos para hacer posible y dar forma a esa singularidad de nuestra especie (que la caracteriza, por otra parte) que designamos como mediatización. Lo que realizamos cuando estudiamos su despliegue histórico no es otra cosa que un inventario de la sucesión de desfasajes (queremos decir, cambios que ocurren momento a momento en el tráfico de los signos): sean de escritura, de capacidad de manejo cinético o sonoro del cuerpo, de cualidades de diseño o bien como la suma de esas diferencias que, en nuestros días, se nos pueden hacer presentes con solo accionar una tecla frente a una pantalla.

La dimensión narrativa y sus cambios, en lo que venimos examinando, animan un largo trayecto histórico, en especial las variantes de ese relato. Vale la pena notarlo: ellas forman parte de la historia de la presencia humana, del dios creador de todas las cosas (versión exitosa hasta el presente), que no es un suceso menor si la historia se teje, además, con el sexo y el crimen impiadoso. Éste es asumido finalmente en plenitud por Salomé que sitúa la cuestión en un espacio en extremo particular. María Magdalena, otra actora de esa historia, sin embargo, no tuvo la misma prosperidad dramática: mejor suerte, en ese lugar, para las bailarinas perversas que para las putas piadosas. Esa amalgama narrativa –disparatada y sin centro, repugnante para muchos- necesitará de las formas y flexiones del cuerpo y del sonido, y no de cualquiera -es lo que sabían Wilde y Strauss (paladines, a su manera, de la mediatización)- y todos los que, en esas tareas, los precedieron y continuarán hasta siempre.

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Oscar Traversa

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