Mientras tramaba está instalación, me pregunté por enésima vez si existía un modo de separar la obra del cuerpo. Entonces tuve una voluntad: hacer atravesar mi carne por la experiencia de mis esculturas colgantes, es decir, suspenderme, habitar la zona que no es ni arriba ni abajo, que es simultáneamente sumergirse y emerger. Descubrí en ese momento algo brillante: en esa postura, yo podía prescindir de hacer obra material para ser obra. Y en la verticalidad extrema, en la inversión y en lo suspendido, destilé del puro estar-siendo-cuerpo un sinfín de posibilidades.
Ahora, cada vez que lo deseo, puedo lanzarme como un dardo a la tierra y suspenderme entre mis dos esferas de existencia:
soy el que mata al jabalí.
Y soy el jabalí.
Juan Miceli, 2011.
Escribo este texto sobre cuerpo y movimiento para la Revista Loïe., abocado como estoy en la actualidad a diversos proyectos que tienen en común lo transdisciplinario, la experimentación con nuevas tecnologías y la relación arte/ciencia. Si bien mi propio cuerpo sigue muy presente en mi obra (a través de la utilización de cultivos de mis propias bacterias o de la posibilidad de verme por dentro), por momentos, el arco de recursos y planteos oculta cómo fue que comenzó todo. A partir de algunas preguntas que me hicieron en el último tiempo (incluidas las de Susana Temperley, a quien conocí justamente en las jornadas arte/ciencia organizadas por la Universidad CAECE), desando un poco el camino y puedo entrever que mi búsqueda actual se desprende de un trabajo exhaustivo con el cuerpo vinculado con el movimiento.
A partir de algunas cuestiones que surgieron a partir de haber montado Leche Negra junto con la CNDC (Compañía Nacional de Danza Contemporánea) en la Sala Guastavino del Centro Nacional de la Música y estar en trabajo de mucha proximidad con bailarines, decido reflexionar sobre cómo llegué a esta instancia. Rastreo si hubo o no un motor que haya puesto en marcha este presente en el que desarrollo video instalaciones multipantalla con el apoyo o en colaboración con entes disimiles como el Fondo Nacional de las Artes, Festivales Fuga, Museo de Ciencias Naturales B. Rivadavia, Compañía Nacional de Danza Contemporánea, UNSAM, Universidad de Córdoba, entre otros. Las preguntas de los otros me llevan a redescubrir que en el comienzo de este recorrido estuvieron la inversión del cuerpo y, por lo tanto, de la perspectiva (todo un tópico en la práctica audiovisual). Y un pasado basado 100% en la autogestión.
Como es frecuente al revisar mi trabajo, descubro lo que ya se: que el germen de lo que hago en la actualidad esta enraizado en el cuerpo, aun cuando muchas veces hago de cuenta que no sé qué es lo que pone en marcha esta búsqueda contemporánea en la que me obsesiono con el cultivo de bacterias, la composición química de los pigmentos cerámicos y la regeneración de heridas.
En 2011, comencé a invertir mi cuerpo suspendiéndolo de una cinta como un modo, justamente, de alterar las condiciones físicas de la perspectiva y anclarla a una posición corporal precisa como decisión estética y política, si es que hay diferencia entre una y otra. Antes que eso, fue una postura en el contexto de las prácticas de yoga que daba Pablo Monteys en 2010. Pablo, al ver mi producción de esculturas colgantes, que hacía en ese momento, me sugirió que atravesara la experiencia de mi obra, es decir, que me colgara cabeza abajo. La experiencia corporal fue radical: supe que esa era la experiencia que atravesaba mi obra. Algo se dislocó en mi práctica artística y en lo que yo consideraba “obra”. Comencé a ver todo de manera invertida: los viajes en subte, los esquemas de trabajo, el consumo y también la relación con las instituciones, la carencia de una asociación de artistas que congeniara políticas y debates, las ideas de clínica y formación.
A medida que seguía practicando la suspensión en el estudio, se volvía cada vez más clara la convicción de que tenía que incluir esa acción en la muestra que preparaba para noviembre de 2011. Decidí incluirla. En gran parte, por mi obsesión de dar cuenta del proceso en la obra y, por otro lado, porque al terminar la práctica de yoga y volver al taller, el trabajo con las esculturas que integrarían la muestra, seguía formando parte de esa acción en el estudio de Pablo.
A partir de la muestra montada en ThisIsnotAGallery, la acción (desprendiéndose de la instalación) fue invitada a participar en las Jornadas “El Pensamiento de Rodolfo Kusch” (organizada por la UNTREF y la Universidad de Jujuy) y en la Bienal de Composición Musical de la Universidad de Córdoba y empezó a ser leída como una obra de danza, algo completamente inesperado. En ese mismo momento, se volvió acción colectiva: cualquiera que asistiera a las muestras y lo deseara podía suspenderse y vivir ese trance de inversión.
Era evidente que la inversión del cuerpo había modificado (y seguiría modificando) varias cuestiones en mi practica artística. A saber:
*La cuestión de que mi obra consistía en ese momento básicamente en esculturas colgantes (hechas de plástico fundido y huesos) y de la voluntad de cuestionarme qué buscaba en lo suspendido como categoría, en lo que no termina de estar en ningún lugar: no se apoya en la tierra ni está realmente en el aire, únicamente flota por medio de un artificio. Pero esa pregunta solo es el motor para que aparezcan muchas más.
*Encuentro hoy una voluntad (política y genuina) en mi elección de huesos y dientes como material de trabajo, una intencionalidad de torcer el destino (si es que lo hay), de evitar la pulverización anónima del hueso, de correr el velo de la muerte y mirar al monstruo a los ojos, aunque nos amenace con transformarnos en piedra. Hay sin duda una inversión del orden prefijado, un cuestionamiento, una suspensión del devenir.
*Mi técnica que consiste en un muy tercermundista sistema de fusión de elementos plásticos y orgánicos. Justamente, en el pasaje por el fuego, en el taller, cuando los plásticos se derriten por efecto del calor, mi obra se transforma en suspensión de sólidos en un medio fluido.
En un comienzo, entendí este proyecto como una manera de hablar del tiempo, o mejor aún, de la detención del tiempo, el momento (in)exacto en el que la acción se congela para que todo vuelva a comenzar (o no). La suspensión es para mí, también, el final del tiempo del taller y el momento en el que muestro y, de alguna manera, estafo (por apenas instantes) a la muerte ofreciéndole el cuerpo.
La suspensión como concepto
En paralelo a mi trabajo en el taller, comencé a zambullirme en la palabra misma. La significación es a veces una trampa y al comenzar a penetrar las diferentes capas de sentido de la palabra suspensión, las diversas acepciones empiezan a pasearme por una serie de significaciones en las que empecé a verme reflejado como en un lago sin fondo:
“Acción y efecto de suspender”
“Dicho de una partícula o de un cuerpo: Que se mantiene durante tiempo más o menos largo en el seno de un fluido”.
“En los automóviles y vagones del ferrocarril, conjunto de las piezas y mecanismos destinados a hacer elástico el apoyo de la carrocería sobre los ejes de las ruedas”.
“Éxtasis (unión mística con Dios)”.
Fui descubriendo con sorpresa que esa idea que había tomado de lo suspendido como hecho concreto traía otras voces y ecos que atravesaban mi producción artística de una manera al menos curiosa y que me impulsaba a seguir internándome en esas aguas. Finalmente, en 2013, estuve en coma tres semanas: suspensión total.
Reflexión a mitad de camino
Más allá de la materialidad concreta de “la obra”, ¿no soy de alguna manera yo mi obra? Y no lo planteo en términos de “me hice a mí mismo”, ni tampoco lo vinculo a la objetivación máxima (y alienante) del sujeto, ni siquiera por mi evidente inclinación a poner el cuerpo como acto performatico sino simplemente en términos de hipótesis. ¿Hay un modo de separar la obra del cuerpo? ¿No es el trabajo en el taller performance o danza permanente y genuina?, ¿ritual de invocación que desborda su fuente? ¿Es mi obsesión por el plástico una manera de penetrar en la tierra en busca de su antepasado directo y orgánico, el petróleo, como siguiendo erráticamente un árbol genealógico que conduce indefectiblemente al fósil? Tal vez lo que me mueve sea simplemente la idea de forzar el resto, el hueso, el despojo, como arqueología y forma política tercermundista de aullar: soy originario y usurpador a la vez, soy la iluminación europea encarnada en mis abuelos que viaja a Buenos Aires en un barco lleno de piojos y también lo tenebroso que crece en los márgenes húmedos y soleados del Delta del Tigre.
Soy un mestizo que flota suspendido entre dos realidades y que vive el arte como única manera de hacerlas congeniar.
La Suspensión, por Claudio Ongaro Haelterman
Lo primero que conmueve en la obra de Juan Miceli es lo que en su seguimiento se manifiesta como un rasgo decisivo: una potencia inconmensurable que transmuta las tensiones raigales de Vida-Muerte, Ser-Estar, Eros-Thanatos, en construcciones con firmeza de catedrales. La convocación de huéspedes tan inquietantes como el vértigo de movimiento de caída, el torbellino de la fragmentación y la ascensión constitutiva de formas que se intersectan entre cielos y tierras, permanecen insidiosamente como pendientes.
Protagonista labrado en un instante y hecho polvo por el azote del relámpago, la víctima invencible, la que no deja rastros para las embestidas de las capitulaciones y el fracaso, sino el recuerdo de una piel tirante como ráfaga y un perfume persistente de despedida.
La Suspensión se anuncia por medio del despojo, la desnudez y la intemperie y así incita el juicio que discrimina entre lo evanescente y lo que se reinscribe. En el suspenderse se oficia un misterio al estilo de Eleusys: la disolución del Uno mezquino por apremiante sacramento, en nombre del reencuentro final.
Claudio Ongaro Haelterman