Cielo adentro
No solo se puede entrar desde afuera. Se puede estar adentro y entrarse, ensimismarse en el afuera de adentro, en su enormidad y su intensidad. Buscar el afuera que ahí quedó, que ahí está, el cielo rojo y los techos de la ciudad. Viajar hacia nuestro interior para ver el cielo infernal que imaginamos afuera, para sospechar cómo pasa el tiempo detrás de la ventana, la ventana por la que entra un poco de sol pero que guarda atmósferas embravecidas. La pandemia nos deja un espacio remanente, es el mismo espacio del que nos aparta. Y estamos adentro. Sin entender muy bien lo que pasa. Nuestro afuera-adentro nos calma y nos inquieta al mismo tiempo. La ciudad, la casa, la piel, un mundo infinito. El contacto con otras cosas, otras superficies, otras luces. Otro adentro. Todo en pausa.
Perderse es un extravío, un abandono, un reencuentro, una nueva búsqueda. Algunas veces nos perdemos, en la casa, en el contacto del papel de un libro, en una novela querida que volvemos a abrir en cualquier parte, en el cerezo que florece de nuevo, en el cielo rojo de adentro. En el ir a la deriva por la casa, en el quedarse suspendidxs, de la cama al living, en nuevos rincones que siempre estuvieron pero ahora están de otra manera. Deambular porque el cuerpo que deambula conoce; vuelve a buscar sueños guardados. Subir el volumen para bailar en casa, en un viaje hacia adentro, un viaje en el tiempo sin tiempo de la pandemia. Bailar donde se pueda y como se pueda, en el borde de lo real, porque si no estamos perdidxs, porque la que no se pierde, no se encuentra. Viajar a un adentro, mover para sentir que la sangre todavía calienta el cuerpo, que el corazón sigue latiendo, que el deseo sigue siendo un volcán. Todo rojo.
Algunas veces en el perderse no nos reconocemos. Una forma más monstruosa del deseo. No hay vuelta atrás cuando descubrimos la belleza de lo monstruoso. Entonces la turbiedad y la espesura invaden todo; no sabemos qué nos pertenece, qué nos es extraño, qué es permanencia, qué es desconocido. Los espacios se tornan confusos. Una piel seca y húmeda que se roza con la atmósfera de vapor y de frío en la envoltura de una tela áspera y suave. La piel es una corteza. Nuestro cuerpo se fragmenta en pedazos, ¿habrá quedado algo de mí entre los árboles? La extrañeza de estar ahí, donde no reconocemos qué de nosotrxs aún está. Vemos la oculta belleza de lo monstruoso, invisible entre las cosas bruscas de lo cotidiano, visible apenas en sus huellas, resonando en los límites difusos entre lo humano y lo no-humano. La naturaleza se rebela y se revela, sublime y siniestra, difusa en sus límites, fuertemente presente en las razones que no llegamos a conocer. Hacer un click que nos deje llegar al bosque. Algo de mí habrá quedado entre los árboles. Algo de los árboles habrá quedado en mí.
¿Soy el paisaje que habita las ventanas de lxs otrxs? A un cielo adentro de cien traslaciones lo inunda una luz de fuego. Un rostro con kilómetros de viajes, con tiempos de mil espacios, con techos de tantos años; mirando levemente hacia abajo, hace volar su cielo. Alguna vez tuve un pájaro encerrado en una jaula del patio de la infancia; me prometí liberarlo una tarde de invierno con nubes rosadas bailando justo como hoy. No estoy sola porque mi cuerpo está hecho de historias que resisten el paso del tiempo, que bailan cuando bailo, que salen en mi soplido, que son como mil pájaros volando adentro. La condensación del tiempo va marcando un ritmo. Confusión, superposición, detención, vértigo, vaivenes, circularidad, son los nombres del tiempo en estos tiempos de pandemia. No dimos con el tiempo, él dio con nosotrxs, en una embestida intensa. Igual, todo tiene un ritmo. Nuestros pedazos de mundo cambiaron. Nuestros bordes se acentuaron. Las cosas que tocamos y que nos rozan nos hablan de otra manera. Con el ritual, las emociones, los afectos, los recuerdos, nuestras experiencias sensibles, vamos armando algo con pedazos del mundo.
Las cosas tienen su propia coreografía. Se mueven, con o sin nosotrxs. A veces esos movimientos tienen nuestra huella. Otras veces las cosas se mueven a pesar de nosotrxs, o porque nosotrxs las dejamos moverse. Hay pausas en las que nada está quieto; en las que mi cuerpo es como un río. Hay inmensidades y hay momentos en que no tengo más horizonte que el borde de la cama y no tengo más transporte que el que me dan mis pies. Me imagino flotando, sin más soporte que el aire, me veo en el piso. Hay imágenes que marcan el paso de las horas. Hay pausas en las que la ciudad parece un fondo de pantalla, queda en blanco para ser habitada, se calma como un río agazapado, nos da tiempo de volver presente lo invisible, lo que está porque miramos.
Lo infinito puede tomar forma en esta pausa, con movimientos por todos lados, aún en esta quietud extensa confundida en la comodidad, donde hay corrientes sanguíneas desbocadas, pensamientos enredados, vibraciones sutiles que a veces se transforman en sonidos de nuestras bocas. El extraño convencimiento de que esto es lo que tenía que pasar, que esto estaba esperando el momento de ocurrir. Con movimientos por todos lados, aún en este presente infinito. Remociones profundas de estratos de tierra acumulada y aferrada, en una superficie oculta. Sacudones, aquietamientos, manos invisibles que nos mecen un ratito con la amabilidad del agua, en la tranquilidad de que habrá un cauce. Los tiempos que nos forman se están moviendo. Los espacios que nos habitan se ocultan y esperan, se desvanecen, se multiplican, se transfiguran. Continúan existiendo. Algo están armando. No sabemos qué.
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