Juicio a una zorra, dirigida por Corina Fiorillo. Dramaturgia: Miguel Del Arco. Actúa: Paula Ransenberg. Diseño de maquillaje: Norbi González Moreno. Diseño de escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez. Diseño de luces: Ricardo Sica. Diseño de vestuario: Gonzalo Córdoba Estévez. Fotografía: Francisco Castro Pizzo. Asistencia de iluminación: Diego Becker. Asistencia de dirección: María García De Oteyza. Asistente de escena: Matías Fernández. Realización: Tramoyistas. Prensa: Antonela Santecchia. Producción: Maxime Seugé, Jonathan Zak. Teatro Timbre 4, México 3554, CABA, Argentina. Función 15/11/18.
Se escuchan unos tacos hacia la izquierda, en la oscuridad. Pasos firmes y sólidos, de un sonido seco, se oyen en la oscuridad. Esperamos a Helena. Esperamos (espero –imagino todavía en la oscuridad-) ver una figura delicada, elegantemente esbelta, vestida con una túnica inmaculadamente blanca, con los rizos rubios cayendo suavemente por su frente, enmarcando un rostro de rasgos sutiles y expresión inocente. Imagino (me hago cargo) el estereotipo.
En cambio, esta Helena (porque es otra Helena, diferente de todas las demás) se me aparece bajo la luz que se enciende con un vestido rojo furioso, con transparencias a través de las cuales brotan las tetas a borbotones y el muslo superior se expande en un triángulo sugerente. “¿Qué esperabas?”, me digo. Es cierto… ¿qué esperaba? Una peluca violeta, brillante, se impone en su cabeza, sobre su cara, que nada tiene de celestial. Una mirada penetrante, irónica, desafiante nos interpela. Qué tiene esta Helena del estereotipo: nada (perdón por prejuzgar la oscuridad); y sin embrago…todo. Salvo que ésta, nuestra Helena, con una botella de alguna ambrosía etílica en la mano, que se va a ir acabando a medida que transcurre la obra, nos va a contar su propia mirada sobre ese modelo y nos va a pedir que escuchemos su apología, que seamos sus testigos y sus jueces.
La observo moverse alrededor de su caballo de Troya -un armatoste de lomo fucsia y peludo, recargado con flores plásticas, con un cuello en forma de escalinata digno de diva de calle Corrientes y unos flecos dorados relucientes- que nada tiene de aquél corcel hueco de madera de la historia contada. La observo porque nada en sus gestos es hueco: sus palabras no son suaves, no espera respuestas sino que las exige, no acepta las circunstancias sino que las cuestiona. Se ríe a carcajadas, se pone cachonda, se entristece, canta, se enoja, se indigna y llora si quiere llorar.
La escucho atentamente, trato de seguir su relato al mismo tiempo que busco en mis recuerdos lo que dicen los libros. Porque esta Helena es una mujer fuerte, se nota, que no va a amedrentarse porque papi Zeus le tire cada tanto un trueno ensordecedor a modo de rechazo a sus palabras. Ella, tranquila, le impugna: “¡Cómo te aterra el olvido, papi!”. Porque la memoria, su trascendencia, nada más ni nada menos que la del rey del Olimpo, “padre de los dioses y de los hombres”, depende de cómo se cuente la historia. Porque ella, en su engendramiento, no ve una amorosa unión entre un dios convertido en bello cisne que sedujo a través de su beso a la dulce e inocente Leda, sino una llana perversión aviaria en la que un hombre en forma de pajarraco engaña y viola a una mujer. La consecuencia de su inmensa hermosura no es, para ella, sinónimo de disfrute y deseo propios, sino la excusa para haber sido raptada a los nueve años por el rey de Atenas y abusada reiteradamente, incansablemente, resultado de lo cual (cuenta la historia) nace Ifigenia, hija no deseada de la que no puede hacerse cargo y de la cual no puede siquiera (cuenta ella) recordar su cara. Esa histórica belleza no es tampoco la posibilidad de la elección libre entre sus múltiples pretendientes, sino pretexto para que su padre putativo genere alianzas estratégicas -geográficas y bélicas- a través de su matrimonio forzado a los catorce años con Menelao, que la doblaba en edad; su decisión autónoma y su sentimiento más fuerte no es sinónimo de libertad, sino la justificación de un señalamiento por parte de sus pares como una madre abandónica y una esposa infiel que deja a su marido y a su hija por una locura de amor; es razón, sin más, de la Guerra de Troya.
¿De verdad alguien en su sano juicio puede pensar que todo aquel despliegue era realmente por mí?, se pregunta Helena. ¿En serio?, me pregunto yo. Y me vuelvo a preguntar: ¿en serio? ¿Esto es lo que atesoramos y seguimos reproduciendo como columna vertebral de nuestra cultura? Como decía antes, el estereotipo está, en toda la historia, pero esta Helena, nuestra Helena, nos viene a mostrar el otro lado del espejo.
A riesgo de caer en la monotonía, a riesgo de repetir a mis colegas y a la propia Helena: ¿Quién escribe la historia? ¿Quién escribe la historia? ¿Quién escribe la historia? ¿Quién escribe la historia?
Querida Helena, aquí, nuestra sentencia firme: la historia, -y esto nos urge- hay que reescribirla. La absolución será la consecuencia.