Ceremonia

Siento el olor a nuevo del piso de la Sala _imán. El olor a cemento: agua, arena y arcilla. Todavía en la oscuridad, algo se mueve. El sonido es plástico, crujiente. La luz comienza a descubrir un gran manto pesado de varias capas y texturas diferentes. Un manto que tiene el color de la arena de mar, del adobe y algunos trazos de rojos y naranjas. No hay todavía persona, solo un par de pantorrillas, tobillos y pies se asoman por debajo del poncho, detrás de unos flecos que cuelgan de la tela. Comienza un zapateo, es una danza sin rostro. El manto se agita denso sobre esas piernas, es como un monte en un movimiento andino y gauchesco. Los sonidos crujientes continúan, están ocultos debajo de todas las capas, y ahora son acompañados por el latir de un bombo que suma a la danza ese tono grave que hace vibrar el pecho.

Foto: cortesía de los artistas

El monte manto va tomando distintas formas: parece que vuelan pájaros, que aparecen bueyes, que brotan anfibios, que se revelan pumas; un monje y una chola también se sugieren. Luego de un descanso en el que el manto cobra una forma de pequeño montículo de arena acumulada en la orilla de una playa, aparece la mujer, entre todas estas formas y capas aparece la mujer.

La mujer con sus pechos mostrados pero ocultos. La mujer con sus marcas de sangre y sus restos de animalidad. Y una historia hablada que la termina de hacer humana.

Tres elementos se combinan para dar inicio a un ritual: tierra, piedra y metal. Una pila de harina de maíz se desborda en una forma circular que acogerá el baile de la protagonista de la ceremonia: un gran redondel granulado de un amarillo claro. Alrededor, el sonido corto y titilante de unas piedras funciona en conjunción con el sonido arrastrado y férreo de dos placas de metal, resonancias ambas que generan los “sacerdotes”, los facilitadores del rito. Un trío de sonidos y movimiento que va a intentar acercarnos a una experiencia de lo sagrado.

La danza va recorriendo espacios por sus caderas y sus manos. Los sonidos que antes se querían naturales, poco a poco van tomando fuerza y mutando hacia rítmicas más vivas y veloces hasta lograr un marco sinfónico casi hipnótico de gemidos, respiraciones, ecos guturales, golpes. Los sacerdotes toman una fuerza tal que incluso no siendo los protagonistas del centro del círculo, sus cuerpos entran igualmente al ritual que se propone, en principio, como solitario. Un rito que, con todo, no duda en incluir elementos sonoros electrónicos y  luces azuladas que invaden el ambiente. Un rito más posmoderno que ancestral.

La danzante, otra vez con el rostro cubierto y echando raíces hacia el cielo, comienza a entrar en el ritmo propuesto por los facilitadores, es ella la que asume su ritual polifónico. La música la atraviesa y, antes del final, podemos oír el silencio de su respiración agitada.

Foto: cortesía de los artistas

Luego, las sombras de lo que queda. La luz. Y la vuelta al vientre como el cierre del círculo. Un cuerpo envuelto en telas, en sonidos, en ramajes que se transforman permanentemente para acompañar la ceremonia.

            

Esta obra cuenta con el apoyo de Prodanza.