En un contexto de pandemia, el cometido de escribir una nota editorial para una revista de divulgación académica centrada en la danza bien podría haber sido vano; la situación podría habernos hecho enmudecer. Un virus que afecta directamente los pulmones y que se contagia por el contacto físico ataca doblemente nuestro territorio de labor: al cuerpo, sí, pero también a las actividades plenamente ligadas a él, como es el caso de las artes y, especialmente, de las artes performáticas. Hoy, ese cuerpo, que es nuestra forma de estar en el mundo -en un sentido fenomenológico- y que es nuestro instrumento de trabajo -en un sentido pragmático-, duplica también una urgencia.
Pero, así como, a pesar de todo, el cuerpo y la danza encontraron caminos para seguir moviendo, callarnos no era una opción -no hubiera podido ser- y debimos, nosotrxs también, encontrar maneras de decir ese movimiento.
En su magistral tratado El gesto y la palabra, Leroi Gourhan (1965) se refiere fugazmente a las “danzas de los muertos” de la Edad Media, una forma artística fundada en el sincretismo de tradiciones paganas del norte europeo y corrientes religiosas de medio Oriente que adquirió fuerza y despliegue en el contexto europeo cristiano entre los siglos XIV y XVI. El tema era simple y lo suficientemente crudo como para lograr su propósito: la muerte llama a todos y cada uno de los individuos de los diversos estamentos sociales -sin excepción- y los invita a bailar su danza como antesala del final de la vida.
El severo adoctrinamiento sobre sociedades donde la muerte por guerras, pestes y grandes hambrunas era moneda corriente activó la operatoria iconográfica en soportes literarios y plásticos, de modo tal que las Danses Macabres fueron reconocidas a partir de la Era Moderna como el transgénero mediante el que una “cultura de la muerte” dio cuenta y se documentó a sí misma a lo largo de tres siglos. A partir de una honda resonancia sobre el contraste existente entre la realidad biológica, donde lo espiritual y lo animal se confunden, y sobre el aparato simbólico de la vida social que se yergue por sobre la individual, las Danses Macabres aparecen como emblema de la centralidad del cuerpo, único soporte de nuestra existencia terrenal.
¿Por qué la danza? La danza, como parte constitutiva del ritual, es un instrumento que nos identifica como humanos en sociedad. El movimiento gozoso y festivo del cuerpo se constituye en marcador de nuestro ser biológico como miembro de la pervivencia exitosa de la especie. Funcionamos todxs juntxs como un organismo social, determinado por las etapas del nacimiento, la vida y la muerte, e imbricado con el andamiaje simbólico.
Ahora bien, la dimensión simbólica involucra todo lo que de nosotrxs aparece a primera vista como caprichoso y arbitrario o -para emplear una expresión popular en estos tiempos de pandemia- consiste en todo eso señalado como “no esencial” que inviste nuestro ser biológico. Todo eso nos es, sin embargo, constitutivo.
Para el ser humano (podríamos decir, para el ser humano en sociedad, aunque sería redundante) es esencial el aire que respira, el movimiento del cuerpo, su pulso y su ritmo, y, en definitiva, el arte que hace con estos elementos, y que revela su razón de ser.
Es por eso, queridxs lectorxs tec, que dedicamos este número 06 de Loïe. a quienes viven y trabajan haciendo arte con su cuerpo en este momento difícil por el que atraviesa la humanidad. Un momento que paraliza actividades, pero, al mismo tiempo, exhibe a la danza como necesaria -e incluso fundamental- tanto como el aire que respiramos.
De este modo, a pesar de la distancia, a pesar de la emergencia, o más bien, por la distancia y por la emergencia, y porque el lazo simbólico que une nuestros cuerpos es parte sustancial de nuestra existencia, el silencio no es opción: ni de movimiento, ni de escritura. Les acercamos, entonces, en esta edición, reflexiones sobre las continuidades de la danza en pandemia y de cómo el cuerpo no deja nunca de escribir su historia con Daniela Muttis; maneras en que la pedagogía de la danza se diversifica, con Jessica Aboughamen -desde Ecuador-; modos en que tanto lo escénico como lo performativo se transforman en este contexto, de la mano de la crítica de Melisa Alzugaray sobre “Bailarina de papel” -obra estrenada por IG-, y de la mano de Sarah Elgart, que nos relata cómo un festival de videodanza pensado para hacerse en la vía pública puede reconvertirse para seguir existiendo en la coyuntura pandémica; cómo la danza puede devenir “ecológica”, con Simon Fildes; y una entrevista a Noel Sbodio que, además de contarnos cómo sigue la lucha del Movimiento Federal de Danza por la Ley de Danza (tanto a nivel nacional como, particularmente, en la provincia de Santa Fe) en medio del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, reflexiona sobre la situación de la danza que se hizo evidente en el marco de la emergencia sanitaria. Y, además, la presentación de un proyecto de investigación sobre danza y objetos, por Cecilia Levantesi, un trabajo sobre Voguing, por Marina Amestoy, y el relato de una performance que pone en juego el acercamiento, por René Francisco Rodríguez -artista cubano-.
Para coronar esta edición lxs invitamos a la lectura de la columna de Oscar Traversa Cartas desde mi ventana con “Cuerpos, danza, medios: reproches por Salomé” y a visitar nuestra Galería donde estamos exhibiendo la obra de videodanza + serie de fotos Y la vida otra vez del artista paraguayo Javier Valdez, curada por Silvina Szperling.
El cuerpo y la danza manifiestan urgencias -sin dudas-, pero también demuestran una capacidad enorme de transformación y una hermosa terquedad por seguir estando presente.
Acá va, lectorxs, el número 06 de Loïe. para disfrutar desde casa.
Susana Temperley -Directora- y Magdalena Casanova -Editora