Tu misteriosa forma

1 de mayo de 2018
Disponible en:
Español

El mundo es más fuerte que yo dirigida por Juan Coulasso. Interpretación: Victoria Roland, Matías Coulasso, Juan Coulasso, Florencia Sánchez Elía y espectadores. Textos: Juan Coulasso y Victoria Roland. Música en vivo: Matías Coulasso. Diseño de iluminación: Matías Sendón. Vestuario: Endi Ruiz. Asistencia de dirección: Nadia Lozano, Marina Ollari y Carmen Pereiro Numer. Rosetti, CABA, Argentina. Funciones: 02/09/17 y 19/05/18.

Soy un profanador
Estoy desafiando al tiempo
Ya ves mi transgresión
Es procurar tenerte
El cielo entiende de mi obsesión
Está llegando a un límite

Gustavo Cerati, El Rito

Paralizándome jamás podré esperarte

“Hay obras sobre las cuales no se puede escribir. Hay que vivirlas, presenciarlas”. Este tipo de frases suele ser un subterfugio que utilizamos los críticos cuando queremos decir que una obra es muy buena, pero sin decir “esta obra es muy buena” porque queda mal y es poco poético. Personalmente, cada vez que leo esa frase, o alguna de sus diversas paráfrasis, pienso lo siguiente: si no podés escribir sobre algo, entonces, no escribas, no sigas con la nota porque ya, todo lo que se diga luego, poco sentido tiene. Pero si, a pesar de semejante afirmación, se sigue escribiendo, puede ser por alguno de estos dos motivos: o se quiere desautorizar el propio trabajo por algún mecanismo enunciativo o bien uno cree que escribe tan bien que “no se puede decir nada de esta obra, pero yo voy a poder” o, en una de sus versiones más humildes, por lo menos “lo voy a intentar”.

La cuestión es que cuando salí de ver (por segunda vez) El mundo es más fuerte que yo pensé: ¿qué puedo escribir sobre esta obra que le haga algo de justicia? (sí, creo que mi paráfrasis es más linda que la de otros) y, más que eso, nada hay que escriba de esta obra que pueda transmitir al lector lo que formar parte de ese campo de batalla te hace sentir/pensar (que, para mí, son lo mismo) mientras estás ahí. De modo que me gustaría admitir el doble desafío. Por un lado, me asumo absolutamente torpe en este caso: no me es posible realmente escribir, como me gustaría, con la misma potencia que tiene la obra; pero, por otro, debo acariciar mi ego y decirle que, con todo, la empresa todavía es posible.

La cosa es que ahora, y como varios de mis demás colegas en otros textos voy a escribir: nada puedo decir de esta obra que le haga algo de justicia y, traicionándome, voy a seguir escribiendo. Lo hermoso que tiene la escritura es que puedo decir una cosa y, sin ningún inconveniente, la frase siguiente puede negar la primera. Puedo escribir y negar mi escritura. Pero, en este caso, y sólo en este caso, además, me lo permito especialmente porque la propia obra hace teatro y niega el teatro al mismo tiempo. Entonces, puedo empezar a escribir con la conciencia tranquila. Y creo que así puedo justificar la muletilla barata de la profesión.

Ph: Catu Hardoy

Destruyendo mitos

¿Creíste que yo era un dios? No soy un dios, pero si es necesario puedo actuar como si lo fuera.

Las sillas en las que deberíamos sentarnos para ver la obra están desparramadas por el piso del escenario. Hay un decorado, un desorden caótico que estaba preparado cuando entramos en la sala. Entre el desconcierto, nos indican que somos nosotros los que debemos organizar las sillas sobre las gradas para sentarnos allí. Las sillas salen de la escena para acomodarse en el espacio tradicionalmente reservado al público. Mientras tanto, se acomoda la batería y el baterista, se levanta un micrófono, la “asistente” está en plenas funciones. Ella, la actriz, está sentada, mira tranquila todo lo que sucede a su alrededor y nos mira a nosotros. La luz parpadea a un ritmo lento. Juan (el director) se escucha: sus indicaciones de ensayos, sus elucubraciones sobre el proceso. Juan (el actor director) se ve, está ahí, en la escena. No es un personaje, es Juan, en su rol de director, o es Juan haciendo de Juan, en su rol de director, o es el director actuando, haciendo de Juan, lo cual lo convierte en un actor, haciendo de un director que actúa, que es Juan.

“La convención tiene que traicionarse a sí misma”. La actriz nos habla a nosotros, nos dice que el escenario es un campo de batalla, que ahí mismo se da inicio a la representación, a la guerra entre realidad y ficción, entre espectadores y “artistas”, entre lo que es y lo que no es. No puede garantizar nada, dice. Y en un monólogo en el cual su cuerpo se entrelaza con el del micrófono y con el de la asistente, nos cuenta todo lo que va a pasar: que va a mostrar el culo, que la batería va a sonar increíblemente fuerte, que nos van a drogar, que va a haber un sacrificio. Pero, antes de todo, los que no quieran arriesgarse son invitados amablemente a retirarse antes de que empiece la función. En medio del silencio sepulcral en el que se hunden los espectadores luego de semejante pregunta, explota la batería, explotan las luces y la actriz se sumerge en una explosión de yoes en la cual se disuelve y se pierde: la bella la madama la puta la bestia la frígida la inútil la fea la pelirroja la niña la hija la violenta la cruel la madre la feminista la machista la hermana la enferma…Si no actúo, no existo. Soy una actriz, soy un monstruo. Una actriz que, como Ifigenia, representa un sacrificio, es un sacrificio y, al mismo tiempo, una salvación.

No estás loca, sos actriz. Luego de este episodio catártico, el director carga a la actriz, se la lleva a un costado, le pone una especie de chaleco de fuerza que es, a la vez, un atuendo de diosa trash, un traje de tortura de la Edad Media. No estás loca, sos actriz. Y otra vez la batería. Y, otra vez, los espectadores deben moverse para que la actriz pase hacia atrás nuestro. La luz azul ahora baña la escena y a ella pidiendo a gritos: bailen, bailen, bailen, bailen, corran, corran, corran, corran.

Mientras la escucho, totalmente eclipsada por su voz y por su boca roja me pregunto: ¿me lo está pidiendo a mí? ¿Tengo que bailar? ¿Puedo mandarme a bailar ahí en el medio, tengo que salir corriendo? ¿Me habla a mí, espectador, realmente? No, me respondo para volver a la tranquilidad de la convención, está actuando. No me está pidiendo a nada. Solo espera que mire, yo no soy actriz, soy una persona común.

Ph: Nora Lezano

Pero a cada segundo estaré más cerca

Y, sin embargo, sucede algo que no suele pasar. La persona común, aquélla que desea seguir siendo común, uno más entre los espectadores, tiene la posibilidad ahora de mirar la ficción desde adentro. Y ellos tienen el poder de meter al espectador dentro de la ficción porque, después de todo, allí dentro, somos ovejas obedientes. La actriz aclara para calmar temores: es casi igual que lo que estás haciendo ahora, pero adentro. Y luego cuenta su drama: hago que viví lo que los otros vivieron y se lo hago ver.

No solo tuvimos que acomodar nuestras sillas, no solo vimos a un director que también quiso estar adentro de la escena, no solo fuimos interpelados de manera directa con la mirada y con dudosos imperativos por la actriz, no solo observamos una “asistente” que se manda una performance alucinante mientras sucede un terremoto, ahora, además, uno de nosotros está ahí inter-actuando con la diosa, la actriz, el monstruo.

Ph: Andrea Cardenas

Y mientras escucho sus respuestas, vuelvo a pensar que, aún inmersos en todas estas dudas, todavía los espectadores nos comportamos como corresponde que un espectador se comporte. Y a manera de sana venganza por mi propia imposibilidad de actuar diferente pienso fugazmente que ellos, la actriz, el director, el músico, la asistente, deben estar preparados por si alguna vez algún espectador/actor se pone a correr, a bailar, a cantar con ustedes en el espacio escénico. Que estén preparados porque va a ser allí dónde y cuándo el teatro, en su forma tradicional, realmente empiece a disolverse. Y la responsabilidad va a ser toda suya, la de haber sacrificado al teatro para salvarlo.

El mundo es más fuerte que yo es una ficción tan potente y es tan poca ficción, es tan real y tan ilusoria que debemos escapar del teatro. Y con una sutil ironía, y para que la incertidumbre sobre qué fue lo que vivimos allí adentro todavía se mantenga, nos niegan el aplauso. A nosotros, los espectadores, que lo único que podemos hacer efectivamente en una obra es aplaudir.

Y ya afuera del teatro, de ese espacio sagrado, de vuelta a la realidad, mirando la cara del resto del público de esa noche que, silencioso y desconcertado, no sabe si quedarse, irse o volver a entrar, pienso: ¿qué puedo escribir sobre esta obra que le haga algo de justicia? Solo esto: ya no tiene sentido bienvenir a la función. Queridos espectactores, bienvenidos al ritual.

Acerca de:

Magdalena Casanova

Es Magíster en Crítica y Difusión de las Artes (UNA), docente de “Historia de las Artes del Movimiento” (PREU-UNA), crítica especializada en danza e investigadora del Instituto de Investigación y Experimentación en Arte y Crítica (IIEAC – Universidad Nacional de las Artes, Buenos Aires). Se focaliza en la investigación en danza, específicamente en el análisis discursivo de la crítica periodística de danza contemporánea porteña y, de manera general, estudia las relaciones que pueden existir entre la palabra y el movimiento. Dicta talleres y laboratorios de danza y escritura en diferentes espacios de formación.
Ha presentado el resultado de sus indagaciones en variados congresos y ha publicado artículos en distintos medios argentinos.
Es bailarina y profesora de danza contemporánea, trabajó como asistente coreográfica y de dirección en creaciones de danza y de teatro y participa en obras multimedia que ponen en juego el cuerpo y la escritura.
Es la editora general de LOÏE. Revista de danza, performance y nuevos medios.

Ver publicaciones

Otros Artículos
Other articles