Mímesis técnica, dirigida por Victoria Keriluk. Creación y performance: Cecilia Grüner, Victoria Keriluk, Sofía Ponce, Lara Schellemberg. Diseño de arte y puesta en escena: Mariela Beker. Registro audiovisual y fotográfico: Rodrigo Morales. Idea: Victoria Keriluk y Leonel Keriluk. Galpón FACE, Dean Funes 2142, CABA. Función: 14/06/25.
En la lógica del sistema, el error es una falla. Algo que interrumpe, que desvía, que entorpece. Pero ¿y si en esa falla se alojara la posibilidad de otra cosa? ¿Y si el glitch, ese parpadeo mínimo que interrumpe la continuidad, no fuera un accidente, sino un punto de fuga?
En Mímesis técnica, el error se vuelve escena. La repetición no es solo copia: es entrenamiento, hábito, insistencia. Una mímesis que ya no reproduce la naturaleza, sino que encarna la técnica. Y sin embargo, en medio del automatismo, algo se corre. Algo se desvía. Y en ese desvío, aparece lo humano.
Una pila de ladrillos y cuatro cuerpos vestidos de rojo. No hay música. Solo se escucha, cada tanto, una chicharra: señal de inicio, aviso de rutina. Tampoco hay penumbra. Todo está expuesto: la sala, el escenario, los cuerpos. Todo se ve. Todo se escucha, incluso el roce del pantalón entre las piernas cuando se mueven.
Todo comienza a suceder con la precisión de una maquinaria silenciosa. Los movimientos se repiten, se organizan, se reparten. Una rutina: tomar, cargar, trasladar, ubicar. Dos intérpretes trasladan ladrillos de un extremo al otro, mientras las otras los reciben y acomodan en el espacio. Entre las cuatro, se construyen muros, estructuras, formas que no terminan de afirmarse. No hay palabras, ni indicaciones, solo acción. Una traslada, otra acomoda. Una y otra vez. El tiempo avanza y la lógica se sostiene. Hay ritmo. Hay precisión. Como si los cuerpos respondieran a una pauta no dicha, pero presente. ¿Qué construyen? ¿Para qué? ¿Lo saben?
Lo que se ve es una técnica. Trabajo sostenido. Repetición minuciosa, sin rigidez. Y es esa reiteración la que evoca una forma de alienación: tareas que se ejecutan sin saber por qué, cuerpos que se pliegan al ritmo de lo productivo. Copiar, repetir, sostener una lógica que no se cuestiona. Pero el movimiento no está desprovisto de vida: la repetición no es vacía, es sensible, coreográfica. Como si, incluso dentro de la alienación, el cuerpo conservara su potencia expresiva. Como si todavía pudiera respirar.
Mientras tanto, las estructuras crecen. Los cuerpos persisten. Todo parece responder a un mismo patrón. El automatismo se impone a través de un sistema aceitado, entrenado, ejecutado con eficiencia. Y sin embargo, lo humano persiste. Aparece por fisura. Como un glitch en la secuencia repetida: una interrupción mínima que altera el patrón sin desarmarlo por completo. Un error que no invalida la lógica, pero la fractura.
Entonces, el contacto. Dos intérpretes se abrazan. Entre ellas, una pila de ladrillos sigue sosteniéndose allí, como si insistiera en recordar la tarea. Pero ese gesto —ese gesto tan simple— modifica la escena. Los cuerpos se rozan, se desvían, se permiten otra forma de moverse. Como si en ese roce se desactivara el deber. Como si fallar no fuera perder el control, sino recuperarlo.
La escena se vuelve porosa. Se cae un ladrillo. Se cae un cuerpo. Una de las intérpretes se acerca al público. Con cuidado, con algo de ternura, reparte ladrillos como quien ofrece un secreto. Como si invitar al otro fuera también una forma de interrumpir la lógica. Una voz irrumpe: “¿Qué pasa? ¿Qué me pasa?”. El peso cambia. La densidad del cuerpo cambia. Aparece un error. Luego otro. Y otro. Una cadena mínima de fallas comienza a desarmar la secuencia. Pequeños desajustes que no invalidan la lógica, pero la fracturan. Cada desvío habilita una nueva posibilidad. Y con cada error, algo se libera. Se permite. Se vuelve cuerpo.
Y casi al instante, como si la escena respondiera, suena Miranda!. La única canción de toda la obra. El absurdo se vuelve vital. Los cuerpos bailan, no ya desde la ejecución, sino desde el goce. Algo se permite. Algo se libera. Un instante de humanidad.
Tomar, cargar, trasladar, ubicar. Recibir, acomodar, repetir. Sostener, ajustar, insistir. Una y otra vez. Tomar, cargar, trasladar, ubicar. Recibir, acomodar, repetir. Sostener, ajustar, insistir. Se afina. Se pule. Se repite. Se afina. Se pule. Se repite. Pero algo se filtra. Una torpeza. Una pausa. Un roce. Una caída. Un titubeo. Una pregunta. Un canto. Un gesto que no encaja. Un glitch. Algo que interrumpe. Algo que se corre. Algo que no debería estar, y sin embargo… está.
¿Qué puede un cuerpo cuando no repite? ¿Qué sucede cuando el error no se corrige, sino que se habita? ¿Cómo seguir siendo cuerpo entre tanta reproducción?
El trabajo que despliegan las intérpretes es físico, sostenido, sensible. El detalle, la reiteración, la transformación mínima de cada gesto construyen un lenguaje propio. No hay exceso, ni dramatismo: hay precisión. Y en esa precisión, también hay cuidado. Como si incluso dentro del sistema, algo todavía insistiera en respirar.
Glitchear el cuerpo es eso: dejar que el error interrumpa la secuencia. Habitar la falla, no como un accidente, sino como un desvío necesario, una manera de correr el gesto de lugar, de desajustar la lógica, de permitir lo imprevisto. Como si en el abrazo, en el fallo, en la demora, se encendiera una memoria. Una memoria que no repite, sino que reescribe. Una mímesis que no copia: glitchea.
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Foto portada: Victoria Menardo

